La mitad de arriba.
El mago abrió la puertecita otra vez, un instante, la cara de mi abuela nos sonrió, confiada.
Antes, cuando él ha cerrado la puerta, ella ha bajado por una trampilla, y ahora sólo le sobresale medio cuerpo del escenario, mi abuelo me confió.
La abuela nos explicará cómo se hace cuando se haya acabado.
Yo quería que dejase de hablar: necesitaba la magia.
Entonces dos cuchillos, a través de la media caja, a la altura del cuello.
?Estás ahí, Pearl?, preguntó el mago. Deja que te oigamos, ?sabes alguna canción?
Mi abuela cantó Daisy, Daisy.
él levantó esa parte de la caja,
la que tenía la puertecita —la de la cabeza— y se paseó, mientras ella cantaba
Daisy, Daisy, primero por un lado del escenario, luego por el otro.
Es él, dijo mi abuelo, y está proyectando su voz.
Parece la abuela, dije.
Por supuesto, dijo él. Por supuesto que sí.
Es bueno, dijo. Es bueno. Es muy bueno.
El mago abrió la caja otra vez,
que ya era del tama?o de una sombrerera. Mi abuela había acabado Daisy, Daisy, y estaba cantando una canción que decía: Ay, caramba, ya empezamos, el conductor borracho y el caballo no quiere seguir, estamos volviendo, estamos volviendo, volviendo, volviendo a la ciudad de Londres.
Mi abuela había nacido en Londres. Me contaba historias inquietantes muy de vez en cuando
de su infancia. De los ni?os que entraban corriendo en la tienda de su padre y gritaban Judío, judío, estás jodío, y se escapaban; ella no dejaba que me pusiera camisas negras porque, decía, le recordaban las marchas por el barrio de East End.
Los camisas negras a Moseley. A su hermana le pusieron un ojo morado.
El mago sacó un cuchillo de cocina,
con el que atravesó lentamente la sombrerera roja.
Y entonces el canto cesó.
Volvió a montar las cajas,
sacó los cuchillos y las espadas, uno por uno por uno.
Abrió el compartimento de arriba: mi abuela nos sonrió, turbada, luciendo sus propios dientes viejos.
El mago cerró el compartimento, ocultándola.
Sacó el último cuchillo.
Abrió la puerta principal otra vez
y ella había desaparecido.
Un gesto y la caja roja desapareció también.
La tiene en la manga, mi abuelo explicó, pero no parecía muy seguro.
El mago hizo que dos palomas salieran volando de un plato en llamas.
Una fumarada y él también desapareció.
Ahora la abuela estará debajo del escenario o entre bastidores, dijo mi abuelo,
Tomándose una taza de té. Volverá con flores, o con bombones. Yo esperé que fueran bombones.
Las bailarinas otra vez.
El cómico, por última vez.
Y todos salieron juntos al final.
El final espectacular, dijo mi abuelo. Abre bien los ojos, quizá vuelva a salir ahora.
Pero no. Cantaban
cuando sabes que estás en la cresta de la ola y el sol está en el cielo.
Bajó el telón, salimos al vestíbulo arrastrando los pies.
Nos demoramos un rato.
Entonces bajamos a la puerta del escenario y esperamos a que mi abuela saliera.
Apareció el mago con ropa de calle;
la mujer de los destellos estaba tan distinta con impermeable.
Mi abuelo fue a hablar con él. El mago se encogió de hombros, nos dijo que no hablaba inglés y me sacó una media corona de detrás de la oreja, y desapareció en la oscuridad y la lluvia.
Nunca volví a ver a mi abuela.
Regresamos a casa y seguimos adelante.
Ahora mi abuelo tenía que cocinar para nosotros.
Así que para desayunar, cenar, comer y merendar, tomábamos tostadas doradas con mermelada plateada y tazas de té.
Hasta que me fui a casa.
Envejeció tanto después de aquella noche como si los a?os le hubieran alcanzado a toda prisa.
Daisy, Daisy, cantaba, contéstame, por favor.
Si tú fueras la única chica del mundo y yo fuera el único chico.
Mi viejo me dijo que siguiera el furgón.
Mi abuelo era el que tenía la mejor voz de la familia, decían que habría podido ser un solista del coro, pero había fotos que revelar,
radios y maquinillas de afeitar que arreglar…
sus hermanos formaban un dúo musical: los Ruise?ores, habían salido por televisión en los primeros tiempos.
Lo sobrellevó bien. Aunque, bastante tarde una noche, me desperté y, al recordar las barritas de regaliz de la despensa, bajé al primer piso.
Mi abuelo estaba allí, descalzo.
Y, en la cocina, completamente solo,
le vi acuchillar una caja.
Me hiciste amarte.
Yo no quería.
CAMBIOS
I.