Humo yespejos

El TELóN DE SEGURIDAD subió y luego el telón de verdad.

 

Las se?oritas bailaron por el escenario otra vez, y entonces retumbó un trueno, el humo hizo puff, un mago apareció e hizo una reverencia. Aplaudimos.

 

La dama salió a escena, sonriendo desde los bastidores: Relucía. Brillaba. Sonreía.

 

La miramos y, en aquel momento, a él le crecieron flores, y le cayeron sedas y banderines de las puntas de los dedos.

 

Las banderas de todas las naciones, dijo mi abuelo, dándome un codazo.

 

Las tenía en la manga.

 

Desde que era joven

 

(no me lo imaginaba de ni?o),

 

mi abuelo reconocía haber sido

 

uno de ésos que saben cómo funcionan las cosas.

 

Se había construido su televisor,

 

me contó mi abuela, cuando se casaron;

 

era enorme, aunque la pantalla era peque?a.

 

Aquello fue en la época anterior a los programas de televisión; aun así, la veían,

 

no muy seguros de si eran personas o fantasmas lo que estaban viendo.

 

Tenía también una patente de algo que había inventado, pero que nunca se fabricó.

 

Se presentó a las elecciones locales, pero quedó tercero.

 

Podía arreglar una maquinilla de afeitar o una radio, revelar un carrete o construir una casa de mu?ecas.

 

(La casa de mu?ecas era de mi madre. Aún la teníamos en mi casa; vieja y destartalada, estaba fuera en el césped, mojada por la lluvia y olvidada.) La dama de los destellos trajo una caja con ruedas.

 

La caja era alta, del tama?o de un adulto, y negra.

 

Abrió la parte delantera.

 

Le dieron la vuelta y golpearon la parte de atrás.

 

La dama entró, sonriendo todavía.

 

El mago le cerró la puerta.

 

Cuando la abrió, ella había desaparecido.

 

él hizo una reverencia.

 

Espejos, explicó mi abuelo. En realidad aún está dentro.

 

Tras un gesto, la caja se desmoronó, hecha trizas.

 

Una trampilla, aseguró mi abuelo; La abuela le siseó para que se callase.

 

El mago sonrió, tenía los dientes peque?os y muy apretados; caminó, despacio, entre el público.

 

Se?aló a mi abuela, hizo una reverencia, una reverencia centroeuropea,

 

y la invitó a subir con él al escenario.

 

La otra gente aplaudió y gritó entusiasmada.

 

Mi abuela puso reparos. Yo estaba tan cerca del mago que podía olerle la loción para después del afeitado y susurré, ?caray, caray…? Aun así,

 

trató de coger con sus dedos largos a mi abuela.

 

Pearl, vamos, sube, dijo mi abuelo. Ve con el hombre.

 

Mi abuela debía de tener entonces, ?cuántos? ?Sesenta a?os?

 

Acababa de dejar de fumar,

 

estaba intentado perder un poco de peso. Estaba de lo más orgullosa de sus dientes, que, aunque con manchas de tabaco, eran todos suyos.

 

Mi abuelo los había perdido, de joven,

 

montando en bicicleta; tuvo la idea brillante de agarrarse a un autobús para coger velocidad.

 

El autobús había girado

 

y el abuelo besó la calle.

 

Ella masticaba regaliz duro, cuando miraba la TV por la noche, o chupaba barras de caramelo, quizá para fastidiarle.

 

Se puso en pie, entonces, lentamente.

 

Dejó el recipiente de papel medio lleno de helado, con la cucharita de madera,

 

caminó por el pasillo y subió los escalones.

 

Y al escenario.

 

El mago la aplaudió otra vez.

 

Ella era complaciente. Eso es lo que era. Complaciente.

 

Otra mujer relumbrante salió de los bastidores, traía otra caja.

 

ésta era roja.

 

Es ella, afirmó mi abuelo, la que

 

desapareció antes. ?Lo ves? Es ella.

 

Quizá lo fuera. Lo único que veía

 

era una mujer que brillaba, de pie junto a mi abuela (que jugaba con sus perlas y parecía turbada).

 

La se?orita sonrió y se volvió hacia nosotros, entonces se quedó inmóvil, una estatua o un maniquí de escaparate.

 

El mago tiró de la caja,

 

con facilidad,

 

hasta la parte de delante del escenario, donde mi abuela esperaba.

 

Un momento más o menos de cháchara:

 

de dónde era, cómo se llamaba, ese tipo de cosas.

 

?No se habían visto antes? Ella negó con la cabeza.

 

El mago abrió la puerta,

 

mi abuela entró.

 

Quizá no sea la misma, admitió mi abuelo, pensándolo bien,

 

creo que tenía el pelo más oscuro, la otra chica.

 

Yo no lo sabía.

 

Me sentía orgulloso de mi abuela, pero también avergonzado, esperaba que no hiciese nada que me sacara los colores, que no cantase una de sus canciones.

 

Entró en la caja. Cerraron la puerta.

 

El mago abrió un compartimento de arriba, una puertecita. Vimos la cara de mi abuela. ?Pearl? ?Estás bien, Pearl?

 

Mi abuela sonrió y asintió con la cabeza.

 

El mago cerró la puerta.

 

La se?orita le dio un estuche largo y delgado, así que él lo abrió. Sacó una espada

 

y atravesó la caja con ella.

 

Y luego otra y otra,

 

y mi abuelo se reía y explicaba,

 

La hoja entra en la empu?adura y una falsa sale por el otro lado.

 

Entonces sacó una lámina de metal, que

 

metió por el centro de la caja

 

y la cortó por la mitad. Los dos,

 

la mujer y el hombre, levantaron la mitad de arriba de la caja, la sacaron y la pusieron en el escenario, con la mitad de mi abuela dentro.

 

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