Humo yespejos

—Muy bien, se?or.

 

—?Le sería posible… el, eh, el encargado del jardín? El se?or Dundas. Un se?or mayor. No sé. Hace unos días que no le veo por aquí. Quería despedirme.

 

—?De uno de los encargados?

 

—Sí.

 

Se quedó mirándome, perpleja. Era muy hermosa y su pintalabios era del color de una mancha de mora. Me pregunté si estaba esperando que alguien la descubriese.

 

Cogió el teléfono y habló, en voz baja.

 

Entonces dijo:

 

—Lo siento, se?or. El se?or Dundas no ha venido estos últimos días.

 

—?Podría darme su número de teléfono?

 

—Lo siento, se?or. Nuestras normas no lo permiten —me miró mientras lo decía, haciéndome saber que realmente lo sentía muchísimo…

 

—?Qué tal va su guión? —le pregunté.

 

—?Cómo se ha enterado? —preguntó ella.

 

—Pues…

 

—Está en el escritorio de Joel Silver —dijo—. Mi amigo Arnie, que lo ha escrito conmigo, es mensajero. Lo dejó en la oficina de Joel Silver, como si llegara de un agente profesional o algo así.

 

—Mucha suerte —le dije.

 

—Gracias —dijo ella y sonrió con sus labios de mora.

 

En la lista de información figuraban dos Dundas, P., lo que me pareció tanto insólito como revelador acerca de América, o al menos de Los ángeles. Resultó que el primero era una tal Sra. Perséfone Dundas. En el segundo número, cuando pregunté por Pío Dundas, la voz de un hombre preguntó:

 

—?Quién habla?

 

Le dije mi nombre, que me alojaba en el hotel y que tenía algo que le pertenecía al Sr. Dundas.

 

—Se?or. Mi abuelo ha muerto. Murió anoche.

 

Una conmoción hace que los clichés se hagan realidad: sentí cómo perdía el color de la cara; me quedé sin respiración.

 

—Lo siento. Me caía bien.

 

—Sí.

 

—Debe de haber sido bastante repentino.

 

—Era viejo. Tenía tos —alguien le preguntó con quién estaba hablando y él contestó que con nadie, y siguió hablando—. Gracias por llamar.

 

Me sentía anonadado.

 

—Mire, tengo su álbum de recortes. Me lo dejó.

 

—?Lo de las películas viejas?

 

—Sí.

 

Una pausa.

 

—Quédeselo. Eso no le sirve a nadie. Oiga, he de marcharme.

 

Un clic y la línea se quedó en silencio.

 

Fui a guardar el álbum de recortes en la maleta y me sobresalté, cuando una lágrima salpicó la tapa de piel desvaída, al descubrir que estaba llorando.

 

Me detuve junto al estanque por última vez, para decirle adiós a Pío Dundas y a Hollywood.

 

Tres carpas fantasmas blancas se movían empujadas por la corriente, dando mínimos aletazos, por el eterno presente del estanque.

 

Recordaba sus nombres: Buster, Fantasma y Princesa; pero ya no había modo de que alguien las distinguiese.

 

El coche me estaba esperando frente al vestíbulo del hotel. El aeropuerto estaba a treinta minutos y yo ya estaba empezando a olvidar.

 

 

 

 

 

EL CAMINO BLANCO

 

 

—…Me gustaría que viniera a verme algún día, a mi casa.

 

Hay cosas tan interesantes que le mostraría.

 

Mi futura esposa baja la mirada y, sí, se estremece.

 

Su padre y los amigos de éste abuchean y gritan entusiasmados.

 

—Eso nunca es un cuento, Se?or Zorro —me reprende una mujer pálida en un rincón de la habitación, el pelo rubio como el maíz, los ojos del gris de las nubes, carne en sus huesos, se encorva y sonríe, divertida, torciendo la boca.

 

—Se?ora, yo no soy un narrador —y me inclino y pregunto—, ?quizá usted tenga un cuento para nosotros? —enarco una ceja.

 

Su sonrisa permanece.

 

Asiente, luego se levanta, sus labios se mueven: —A una chica de la ciudad, una chica sencilla, la traicionó su amante, un erudito. Así que cuando la sangre le dejó de manar y se le hinchó tanto el vientre que ya no lo podía disimular, fue a él y lloró lágrimas calientes. él le acarició el pelo, juró que se casarían, que correrían,

 

por la noche,

 

juntos,

 

a casa de su tía. Ella le creyó;

 

aunque había visto las miradas en la sala que le lanzaba a la hija de su amo,

 

que era bella y rica, le creyó.

 

O creyó que le creía.

 

?Había algo artero en su sonrisa,

 

en los ojos tan negros y penetrantes, el pelo pardo rojizo. Algo que la llevó temprano a su lugar de encuentro, bajo el roble, junto al espino,

 

algo que la hizo trepar al árbol y esperar.

 

Trepar a un árbol, y en su estado.

 

Su amor llegó al anochecer, deslizándose a la luz de los búhos, llevaba una bolsa,

 

de la que sacó azadón, pala, cuchillo.

 

Trabajó con empe?o, junto al espino,

 

bajo el árbol de roble,

 

silbaba suavemente y cantaba, mientras cavaba su tumba, aquella vieja canción…

 

?Quieren que se la cante, ahora, buena gente?

 

Hace una pausa y todos a una aplaudimos y gritamos, o casi todos a una:

 

mi futura, el pelo tan oscuro, las mejillas tan rosadas, los labios tan rojos,

 

parece enajenada.

 

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