En el teatro de mis sue?os, un hombre con barba y una gorra de béisbol aparecía llevando una pantalla de cine y luego se iba del escenario. La pantalla se quedó flotando en el aire, sin apoyo alguno.
Una película muda parpadeante empezó a emitirse: una mujer que salía y me miraba. Era June Lincoln la que parpadeaba en la pantalla y era June Lincoln la que bajaba de la pantalla y se sentaba en el borde de mi cama.
—?Vas a decirme que no me rinda? —le pregunté.
Hasta cierto punto sabía que era un sue?o. Recuerdo, vagamente, que comprendía por qué esta mujer era una estrella, recuerdo que lamentaba que ninguna de sus películas hubiera sobrevivido.
Era realmente hermosa en mi sue?o, a pesar de la marca lívida que le recorría todo el cuello.
—?Por qué demonios había de hacerlo? —preguntó. En mi sue?o olía a ginebra y a celuloide viejo, aunque no recuerdo el último sue?o que tuve en el que alguien oliera a algo. Sonrió, una sonrisa perfecta en blanco y negro—. Yo me fui, ?no?
Entonces se levantó y paseó por la habitación.
—No me puedo creer que este hotel siga en pie —dijo—. Yo solía follar aquí —su voz estaba llena de crujidos y silbidos. Volvió a la cama y se quedó mirándome, como un gato mira un agujero.
—?Me adoras? —preguntó.
Negué con la cabeza. Se acercó y me cogió la mano de carne con su mano plateada.
—Ya nadie recuerda nada —dijo—. Es una ciudad de treinta minutos.
Había algo que tenía que preguntarle.
—?Dónde están las estrellas? —pregunté.— No dejo de mirar al cielo, pero no están allí.
Ella se?aló el suelo del bungalow.
—Has estado buscando en los sitios equivocados —dijo. Nunca me había fijado en que el suelo del bungalow era una acera y que cada losa contenía una estrella y un nombre, nombres que yo no conocía: Clara Kimball Young, Linda Arvidson, Vivian Martin, Norma Talmadge, Olive Thomas, Mary Miles Minter, Seena Owen…
June Lincoln se?aló la ventana del bungalow.
—Y ahí fuera.
La ventana estaba abierta y, a través de ella, veía todo Hollywood extendido debajo de mí, la vista desde las colinas: una extensión infinita de luces multicolores que centelleaban.
—Dime, ?no son mejores que las estrellas? —preguntó.
Y lo eran. Me di cuenta de que veía constelaciones en las farolas y los coches.
Asentí con la cabeza.
Sus labios rozaron los míos.
—No me olvides —susurró, pero fue un susurro triste, como si supiera que lo haría.
Me desperté con el teléfono sonando. Lo contesté, balbuceé algo por el auricular.
—Soy Gerry Quoint, del estudio. Te necesitamos para una reunión a la hora de comer.
Balbuceo algo balbuceo.
—Enviaremos un coche —dijo—. El restaurante está a una media hora de camino.
El restaurante era espacioso, aireado y verde, y me estaban esperando allí.
En esos momentos, me habría sorprendido si hubiese reconocido a alguien. John Ray, me dijeron durante los entremeses, se había ?largado por desacuerdos con el contrato? y Donna se había ido con él, ?obviamente?.
Los dos hombres tenían barba; uno tenía muy mal cutis. La mujer era delgada y parecía agradable.
Me preguntaron dónde me alojaba y, cuando lo dije, una de las barbas nos contó (no sin antes hacernos asegurar que aquello no saldría de allí) que un político llamado Gary Hart y uno de los Eagles estaban drogándose con Belushi cuando murió.
Después, me dijeron que la historia les hacía mucha ilusión.
Les hice la pregunta.
—?Os referís a Hijos del hombre o a Cuando éramos maloss? Porque —les dije— tengo un problema con el último.
Parecían desconcertados.
Se referían, me dijeron, a Yo conocía a la novia cuando bailaba el rock and roll. Que era, me dijeron, tanto Alto Concepto como Buenas Vibraciones. También era, a?adieron. Muy del Momento, lo que era importante en una ciudad en la que una hora antes era Historia Antigua.
Me dijeron que pensaban que estaría bien que el héroe rescatase a la joven dama de su matrimonio sin amor, y que bailasen el rock and roll juntos al final.
Les se?alé que tenían que comprar los derechos de filmación de Nick Lowe, que escribió la canción, y luego dije que no, no sabía quién era su agente.
Sonrieron y me aseguraron que eso no sería un problema.
Me sugirieron que le diese vueltas al proyecto en la cabeza antes de empezar con el tratamiento y cada uno de ellos mencionó a un par de estrellas jóvenes a tener presentes cuando estuviese preparando la historia.
Les estreché las manos a todos ellos y les dije que por supuesto que lo haría.
Mencioné que creía que podría trabajar mejor de vuelta en Inglaterra.
Y dijeron que no había ningún problema.
Algunos días antes, le había preguntado a Pío Dundas si había alguien con Belushi en el bungalow la noche en que murió.
Si alguien lo sabía, me figuré que sería él.
—Se murió solo —dijo Pío Dundas, viejo como Matusalén, sin pesta?ear—. No importa un carajo que hubiera alguien con él o no. Murió solo.
Me sentía algo extra?o al dejar el hotel.
Fui a la recepción.
—Dejaré la habitación esta tarde.