pero no demasiado.
?Até a la peque?a Betsy en los establos, entre una docena de sementales negros como la noche, todos ellos con sangre y locura en los ojos.
No vi a nadie.
Caminé hasta la parte delantera de la casa y subí las grandes escaleras.
Las puertas enormes estaban cerradas con llave, ningún criado vino a saludarme cuando llamé.
En mi sue?o (porque no olvide, Se?or Zorro, que esto era mi sue?o. Se le ve tan pálido), la casa me fascinaba, el tipo de curiosidad (usted ya sabe,
Se?or Zorro, se lo veo en los ojos) que mata a los gatos.
?Encontré una puerta, peque?a, sin el pestillo corrido, y la empujé para entrar.
Recorrí pasillos, cubiertos de roble, de estanterías, de bustos, de baratijas,
caminé, los pies silenciosos sobre la alfombra escarlata, hasta que llegué al gran salón.
Ahí estaba otra vez, en piedras rojas que relucían, engarzadas en el mármol blanco del suelo, decía:
Sé osado,
sé osado,
pero no demasiado.
O la sangre en tus venas pronto se habrá helado.
?Había escaleras, anchas, alfombradas de escarlata, que salían del gran salón,
y las subí, muy, muy silenciosamente.
Puertas de roble: y entonces
estaba en el comedor, o eso es lo que creo, ya que los restos de una cena espeluznante estaban ahí abandonados, fríos e hirviendo en moscas.
Aquí había una mano a medio masticar, allí, crujiente y picoteado, un rostro, de mujer, que debió en vida, me temo, haberse parecido a mí.
—Que los cielos nos protejan de sue?os tan oscuros —gritó su padre—.
?Tales cosas suceden?
—No es así —le aseguré. La sonrisa de la hermosa mujer le brilló tras los ojos grises. La gente necesita convicciones.
—Más allá de la habitación de la cena había una habitación, inmensa, esta posada habría cabido en aquella habitación, repleta de una miscelánea de anillos y pulseras, collares, pendientes de perlas, vestidos de baile, pa?oletas de piel, enaguas de encaje, sedas y satenes. Botas de se?ora, y manguitos y sombreros: una cueva del tesoro y vestidor, diamantes y rubíes bajo mis pies.
?Más allá de aquella habitación me sabía en el Infierno.
En mi sue?o…
Vi muchas cabezas. Las cabezas de mujeres jóvenes. Vi una pared en la que estaban clavadas extremidades desmembradas.
Una pila de pechos. Los montones de tripas, hígados, pulmones, los ojos, los…
No. No puedo decirlo. Y alrededor de todo las moscas estaban zumbando, un zumbido bajo y monótono.
—Beelzebubzebubzebub, zumbaban. No podía respirar, me fui corriendo de allí y sollocé contra una pared.
—La guarida de un zorro, sin duda —dice la mujer hermosa—.
(—No fue así —digo entre dientes.)
Son animales desordenados, pues tiran
por sus raposeras los huesos y pieles y plumas de sus presas. Los franceses lo llaman Renard, los escoceses, Tod.
—No se puede culpar a nadie por su nombre —dice el padre de mi futura.
Está casi jadeando, todos lo están:
a la luz de la lumbre, al calor del fuego, bebiendo la cerveza a lengüetazos.
En la pared de la posada cuelgan grabados de caza.
Ella continúa:
—Afuera oí estrépito y alboroto.
Regresé corriendo por donde había venido, por la alfombra roja, bajé las escaleras anchas, ?demasiado tarde, la puerta principal se estaba abriendo!
me lancé escaleras abajo, rodé, caí,
acabé, desesperada, bajo una mesa,
donde esperé, temblé, recé.
Me se?ala. ?Sí, usted, se?or. Usted entró, abrió la puerta estrellándose contra ella, entró tambaleándose, usted, se?or, arrastrando a una mujer joven
por el cabello pelirrojo y por la garganta.
Ella tenía el pelo largo y suelto, gritaba y luchaba por liberarse. Usted se rió, en lo más hondo de la garganta, estaba ba?ado en sudor y sonreía de oreja a oreja.?
Me fulmina con la mirada. Tiene color en las mejillas.
—Sacó un sable corto y viejo, Se?or Zorro, y, mientras ella gritaba.
la degolló, otra vez de oreja a oreja, escuché cómo borboteaba, suspiraba, chillaba, y cerré los ojos y recé hasta que paró.
Y tras largo, largo, demasiado largo tiempo, paró.
?Y miré fuera. Usted sonrió, levantó la espada, las manos ensangrentadas…
—En su sue?o —le digo.
—En mi sue?o.
Ella estaba allí tendida sobre el mármol, mientras usted cortaba, despedazaba, desgarraba, jadeaba y apu?alaba.
Le cogió la cabeza de entre los hombros, le metió la lengua entre los labios rojos y húmedos.
Le cortó las manos. Las manos blanco pálido.
Le abrió el corpi?o de un tajo, le extirpó los pechos.
Entonces empezó a sollozar y a aullar.
De súbito,
con la cabeza en la mano, que llevaba cogida por el pelo, el pelo rojo fuego,
subió corriendo por las escaleras.
?En cuanto dejé de verle,
huí por la puerta abierta.
Monté a Betsy hasta casa, siguiendo el camino blanco.
Todos los ojos puestos en mí. Dejo la cerveza sobre la madera vieja de la mesa.
—No es así
—le dije,
les dije a todos—.
No fue así y
Dios quiera