Humo yespejos

Se rió, cansada:

 

—Vivo aquí. Todos los que viven aquí lo saben. ?Has probado a preguntarle a la gente por sus guiones?

 

—No.

 

—Pruébalo algún día. Pregúntale a cualquiera. El tío de la gasolinera. A cualquiera. Todos tienen uno—. Entonces alguien le dijo algo y ella contestó y dijo—. Mira, he de irme —y colgó el teléfono.

 

No encontré la estufa, si es que había una, y me estaba congelando en mi peque?a habitación de bungalow, una habitación igual que aquella donde murió Belushi, el mismo grabado enmarcado y poco inspirado en la pared, no tenía la menor duda, y la misma humedad fría en el aire.

 

Preparé un ba?o para calentarme, pero tenía aún más frío cuando salí.

 

Peces blancos deslizándose de un lado para otro en el agua, escondiéndose entre las hojas de los nenúfares. Uno de los peces de colores tenía una marca carmesí en el lomo que no era inconcebible que hubiese tenido la forma perfecta de unos labios: los estigmas milagrosos de una diosa casi olvidada. El cielo gris de las primeras horas de la ma?ana se reflejaba en el estanque.

 

Lo estaba mirando tristemente.

 

—?Se encuentra bien?

 

Me giré. Pío Dundas estaba junto a mí.

 

—Se ha levantado pronto.

 

—He dormido mal. Demasiado frío.

 

—Debería haber llamado a recepción. Le habrían enviado una estufa y más mantas.

 

—No se me ocurrió.

 

Parecía respirar con dificultad, con fatiga.

 

—?Se encuentra bien?

 

—Qué va. Soy viejo. Cuando llegue a mi edad, joven, tampoco se encontrará bien. Pero estaré aquí cuando se haya ido. ?Qué tal va el trabajo?

 

—No lo sé. He dejado de trabajar en el tratamiento y me he quedado atascado con ?El sue?o del artista?, ese cuento que estoy escribiendo sobre magia escénica victoriana. Está ambientado en un centro de veraneo costero inglés en un día de lluvia. Con un mago que hace magia en el escenario, que de algún modo cambia al público. Les llega al corazón.

 

Asintió con la cabeza, lentamente.

 

—?El sue?o del artista?… —dijo—. Y dígame, ?se ve usted como el artista o el mago?

 

—No lo sé —dije—. Creo que no soy ninguno de los dos.

 

Me di la vuelta para irme y entonces se me ocurrió algo.

 

—Se?or Dundas —dije—. ?Tiene usted un guión? ?Uno que haya escrito usted?

 

Negó con la cabeza.

 

—?Nunca ha escrito un guión?

 

—Yo no —dijo.

 

—?Me lo promete?

 

Sonrió.

 

—Se lo prometo —dijo.

 

Regresé a mi habitación. Hojeé el ejemplar inglés de tapa dura de Hijos del hombre y me sorprendió que algo escrito con tan poca fluidez se hubiera publicado, me pregunté por qué Hollywood lo había comprado en un principio y por qué no lo querían, ahora que lo habían comprado.

 

Intenté seguir escribiendo ?El sue?o del artista? y fracasé de manera lamentable. Los personajes estaban petrificados. Parecía que fueran incapaces de respirar o moverse o hablar.

 

Fui al lavabo, meé un chorro amarillo intenso contra la porcelana. Una cucaracha cruzó el azogue del espejo corriendo.

 

Volví a la sala, abrí un nuevo documento y escribí:

 

Pienso en Inglaterra bajo la lluvia,

 

un teatro extra?o en el muelle: un rastro

 

de temor y magia, recuerdos y dolor.

 

El temor, tal vez, de una demencia funesta,

 

la magia, tal vez, como un cuento de hadas.

 

Pienso en Inglaterra bajo la lluvia.

 

La soledad es más difícil de explicar,

 

un lugar vacío en mi interior donde fracaso,

 

de temor y magia, recuerdos y dolor.

 

Pienso en un mago y una madeja

 

de verdad disfrazada de mentiras. Llevas un velo.

 

Pienso en Inglaterra bajo la lluvia…

 

Las formas se repiten como un refrán insólito

 

y aquí hay una espada, una mano y un grial

 

de temor y magia, recuerdos y dolor.

 

El brujo alza la mano y palidecemos,

 

nos cuenta tristes verdades, todo es en vano.

 

Pienso en Inglaterra bajo la lluvia

 

de temor y magia, recuerdos y dolor.

 

 

 

No sabía si era bueno o no, pero eso no importaba. Era algo nuevo y fresco que no había escrito antes y era maravilloso.

 

Encargué el desayuno al servicio de habitaciones y pedí una estufa y un par de mantas de más.

 

Al día siguiente escribí un tratamiento de seis páginas para una película llamada Cuando éramos maloss, en la que ejecutaban en la silla eléctrica a Jack Maloss, un asesino en serie con una cruz enorme grabada en la frente, y éste regresaba en un videojuego y poseía a cuatro jóvenes. El quinto joven vencía a Maloss al quemar la silla eléctrica original, que en aquellos momentos estaba expuesta, decidí, en el museo de cera donde la novia del quinto joven trabajaba durante el día. Por la noche era una bailarina exótica.

 

El hotel lo envió por fax al estudio y yo me acosté.

 

Me dormí, esperando que el estudio lo rechazaría formalmente y yo me podría ir a casa.

 

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