Humo yespejos

Hizo una pausa y se quedó mirando el pez.

 

—?Quiere sentarse? —me vi muy consciente de la edad del Sr. Dundas.

 

—No me pagan para que me siente —dijo, muy serio. Entonces dijo, como si le estuviera explicando algo a un ni?o—: Era como si fuesen dioses en aquellos tiempos. Hoy, todo es televisión: héroes peque?os. Gentecita en las cajas. Algunos de ellos vienen aquí. Gentecita.

 

?Las estrellas de los viejos tiempos eran gigantes, te?idas de luz plateada, grandes como casas… y, cuando las conocías, seguían siendo enormes. La gente creía en ellas.

 

?Solían hacer fiestas aquí. Si trabajabas aquí, veías lo que sucedía. Había alcohol y hierba y tejemanejes a los que apenas se podía dar crédito. Hubo una fiesta… la película se llamaba Corazones del desierto. ?Ha oído hablar de ella?

 

Dije que no con la cabeza.

 

—Una de las películas más famosas de 1926, junto a El precio de la gloria con Victor McLaglen y Dolores del Río y Ella Cinders con Colleen Moore de protagonista. ?Ha oído hablar de ellos?

 

Volví a decir que no con la cabeza.

 

—?Ha oído hablar de Warner Baxter? ?Belle Bennett?

 

—?Quiénes eran?

 

—Estrellas muy, muy famosas en 1926 —hizo una pausa—. Corazones del desierto. Cuando la acabaron, para celebrarlo, dieron una fiesta aquí, en el hotel. Había vino y cerveza y whisky y ginebra. Era la época de la Ley Seca, pero podría decirse que los estudios eran los due?os de la policía, así que ésta hizo la vista gorda; y había comida y mucha tontería; estaban Ronald Colman y Douglas Fairbanks —el padre, no el hijo—, y todo el reparto y el equipo de rodaje; y una banda de jazz tocaba allá donde ahora están aquellos bungalows.

 

?Todo el mundo en Hollywood aclamaba a June Lincoln aquella noche. Ella era la princesa árabe de la película. En aquella época, los árabes significaban pasión y lujuria. Hoy en día… bueno, las cosas cambian.

 

?No sé qué fue lo que lo desencadenó todo. Me dijeron que fue un desafío o una apuesta; quizá lo que pasaba era que estaba borracha. Yo pensé que estaba borracha. Bueno, se levantó y la banda tocaba música suave y lenta. Y ella vino aquí, donde estoy ahora mismo, y metió las manos en este estanque. Se reía y se reía y se reía…

 

?La Srta. Lincoln cogió el pez (metió las manos y lo cogió, con las dos manos lo cogió), y lo sacó del agua y lo sostuvo delante de su cara.

 

?Ahora bien, yo estaba preocupado, porque acababan de traer estos peces de China y valían doscientos dólares cada uno. Eso era antes de que yo me ocupara de ellos, por supuesto. No era yo el que lo perdería de mi sueldo. Aun así, doscientos dólares era un montón de dinero en aquellos tiempos.

 

?Entonces ella nos sonrió a todos y se inclinó y lo besó, despacio, en el lomo. El pez no se retorció ni nada, se quedó tendido en su mano, y ella lo besó con sus labios de coral rojo, y la gente de la fiesta se rió y aplaudió.

 

?Volvió a poner el pez en el estanque y, por un momento, pareció que no quería abandonarla, se quedó junto a ella, acariciándole los dedos con la boca. Entonces estalló el primero de los fuegos artificiales, y se fue nadando.

 

?El pintalabios de June Lincoln era rojo, rojo, rojo y había dejado la forma de sus labios en el lomo del pez. Allí. ?Lo ve?

 

Princesa, la carpa blanca con la marca rojo coral en el lomo, dio un aletazo y continuó con su serie eterna de viajes de treinta segundos por el estanque. Lo cierto es que la marca roja parecía la huella de unos labios.

 

El anciano espolvoreó el agua con un pu?ado de comida para peces y las tres carpas se acercaron a la superficie a comer.

 

Regresé al bungalow, con mis libros sobre viejas ilusiones bajo el brazo. El teléfono estaba sonando: era alguien del estudio. Querían hablar sobre el tratamiento. Un coche vendría a buscarme en treinta minutos.

 

—?Estará Jacob allí?

 

Pero la comunicación ya se había cortado.

 

La reunión era con el Alguien australiano y su ayudante, un hombre con gafas y trajeado. Era el primer traje que había visto hasta entonces y sus gafas eran de un azul intenso. Parecía nervioso.

 

—?Dónde te alojas? —preguntó el Alguien.

 

Se lo dije.

 

—?No es ahí donde Belushi…?

 

—Eso me han dicho.

 

Asintió con la cabeza.

 

—No estaba solo cuando murió.

 

—?No?

 

Se frotó una aleta de su nariz puntiaguda con el dedo.

 

—Había un par de personas más en la fiesta. Los dos eran directores, de lo más famoso que se podía ser entonces. No hace falta que te diga sus nombres. Lo descubrí cuando estaba haciendo la última película de Indiana Jones.

 

Un silencio incómodo. Estábamos sentados alrededor de una mesa redonda inmensa, sólo nosotros tres, y todos teníamos delante una copia del tratamiento que yo había escrito. Al final, dije:

 

—?Qué os ha parecido?

 

Los dos asintieron con la cabeza, más o menos al unísono.

 

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