Humo yespejos

Me dio unas palmaditas en la espalda y se marchó, dejándome sin nada que hacer en Hollywood.

 

Decidí escribir un cuento. Había tenido una idea en Inglaterra antes de marcharme. Algo sobre un peque?o teatro al final de un muelle. Magia escénica mientras llovía. Un público que no notaba la diferencia entre magia e ilusión y al que no le afectaría si todas las ilusiones fueran reales.

 

Aquella tarde, mientras paseaba, me compré un par de libros sobre magia escénica e ilusiones victorianas en la librería ?abierta casi toda la noche?. Tenía una historia, o su semilla al menos, en la cabeza y quería explorarla. Me senté en el banco del patio y hojeé los libros. Decidí que andaba tras un ambiente particular.

 

Estaba leyendo sobre los hombres de los bolsillos, que llevaban los bolsillos llenos de todos los objetos peque?os que uno pudiera imaginarse y que sacaban lo que fuera que se les pidiese. Nada de ilusiones, sólo proezas sorprendentes de organización y memoria. Una sombra cruzó la página. Levanté la vista.

 

—Hola otra vez —le dije al anciano negro.

 

—Se?or —dijo él.

 

—Por favor, no me llame así. Hace que me sienta como si tuviera que llevar un traje o algo parecido —le dije mi nombre.

 

él me dijo el suyo: Pío Dundas.

 

—?Pío? —no estaba seguro de haberle oído correctamente. Asintió con orgullo.

 

—A veces lo soy y a veces no. Así es como me llamó mi mamá y es un buen nombre.

 

—Sí.

 

—?Y qué está haciendo aquí, se?or?

 

—No estoy seguro. Tendría que estar escribiendo una película, creo. O, al menos, estoy esperando a que me digan que empiece a escribirla.

 

Se rascó la nariz.

 

—Toda la gente del cine que se alojó aquí, si se los empezara a enumerar ahora, podría hablar una semana hasta el próximo miércoles y no le habría dicho ni la mitad.

 

—?Quiénes eran sus favoritos?

 

—Harry Langdon. Era un caballero. George Sanders. Era inglés, como usted. Solía decir, ?Ah, Pío. Tienes que rezar por mi alma?. Y yo decía, ?Su alma es asunto suyo, Se?or Sanders?, pero rezaba por él de todas formas. Y June Lincoln.

 

—?June Lincoln?

 

Le brillaron los ojos y sonrió.

 

—Era la reina del celuloide. Era mejor que cualquiera de ellas: Mary Pickford o Lillian Gish o Theda Bara o Louise Brooks… Era la mejor. Tenía ?aquello?. ?Sabe lo que es ?aquello??

 

—Sex appeal.

 

—Más que eso. Era todo con lo que uno haya so?ado jamás. En cuanto veías una película de June Lincoln, querías… —se calló, hizo unos circulitos con la mano, como si estuviera intentando atrapar las palabras que le faltaban—. No sé. Hincar la rodilla, tal vez, como un caballero de armadura reluciente ante la reina. June Lincoln era la mejor de todas. Le hablé a mi nieto de ella, intentó encontrar algo en vídeo, pero fue imposible. Ya no queda nada. June Lincoln sólo vive en la cabeza de viejos como yo —se dio un toque en la frente.

 

—Debió ser toda una mujer.

 

él asintió.

 

—?Qué le pasó?

 

—Se ahorcó. Hubo gente que dijo que fue porque no habría podido estar a la altura de las circunstancias en el cine sonoro, pero eso no es verdad: tenía una voz que recordarías aunque sólo la hubieras oído una vez. Suave y oscura, así era su voz, como un café irlandés. Algunos dicen que un hombre le rompió el corazón, o que fue una mujer, o que fue culpa del juego o de los gángsters o la bebida. ?Quién sabe? Eran días de locura.

 

—Me imagino que usted debió oírla hablar.

 

Sonrió.

 

—Me dijo, ?Chico, ?puedes enterarte de lo que han hecho con mi bata?? y, cuando volví con ella, entonces me dijo, ?Eres un chico estupendo?. Y el hombre que estaba con ella dijo, ?June, no provoques al personal?, y ella me sonrió y me dio cinco dólares y dijo ?No le importa, ?a que no, chico??, y yo sólo negué con la cabeza. Luego hizo aquella cosa con los labios, ?sabe?

 

—?Un moue?

 

—Algo parecido. Lo sentí aquí —se dio una palmadita en el pecho—. Aquellos labios. Podían hacer pedazos a un hombre.

 

Se mordió el labio inferior un momento y se quedó concentrado una eternidad. Me pregunté dónde estaría y en qué época. Entonces me miró otra vez.

 

—?Quiere ver sus labios?

 

—?Qué quiere decir?

 

—Venga conmigo. Sígame.

 

—?Qué vamos a…? —ya me imaginaba la huella de unos labios en cemento, como las huellas de las manos que hay frente a la entrada del Teatro Chino de Grauman.

 

Negó con la cabeza y se llevó un dedo viejo a los labios. Silencio.

 

Cerré los libros. Cruzamos el patio. Cuando llegó al peque?o estanque de los peces, se detuvo.

 

—Fíjese en la Princesa —me dijo.

 

—La que tiene la mancha roja, ?no?

 

Asintió con la cabeza. El pez me recordaba a un dragón chino: sabio y pálido. Un pez fantasma, blanco como el hueso viejo, excepto por la mancha escarlata del lomo con forma de un arco doble de una pulgada. Flotaba en el estanque, moviéndose empujado por la corriente, pensando.

 

—Ahí está —dijo él—. En el lomo. ?Ve?

 

—No le acabo de entender.

 

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