Humo yespejos

—De Inglaterra.

 

—De Inglaterra, ?eh?

 

—Sí. ?Ha estado allí?

 

—No se?or. He visto películas. ?Es usted actor?

 

—Soy escritor.

 

Perdió interés. De vez en cuando insultaba entre dientes a otros conductores.

 

Viró bruscamente y cambió de carril. Adelantamos a cuatro coches que habían chocado en cadena y que estaban en el carril por el que habíamos ido antes.

 

—En esta ciudad llueve un poco y, de repente, ya nadie sabe conducir —me dijo. Me hundí aún más en los cojines de la parte de atrás—. Me han dicho que en Inglaterra llueve —era una afirmación, no una pregunta.

 

—Un poco.

 

—Más que un poco. Llueve cada día en Inglaterra —se rió—. Y hay niebla densa. Niebla muy, muy densa.

 

—La verdad es que no.

 

—?Cómo que no? —preguntó, desconcertado, a la defensiva—. He visto películas.

 

Entonces nos quedamos en silencio, conduciendo bajo la lluvia de Hollywood; pero, después de un rato, dijo:

 

—Pídales la habitación en la que murió Belushi.

 

—?Cómo dice?

 

—Belushi. John Belushi. Murió en ese hotel. Drogas. ?Lo sabía?

 

—Ah. Sí.

 

—Hicieron una película sobre su muerte. Un tipo gordo, no se parecía en nada a él. Pero nadie cuenta la verdad auténtica sobre su muerte. Verá, no estaba solo. Había otros dos tíos con él. Los estudios no querían líos. Pero cuando uno es chófer de limusina, oye cosas.

 

—?Ah, sí?

 

—Robin Williams y Robert De Niro. Estaban con él. Todos metiéndose rayas de polvo feliz.

 

El edificio del hotel era un castillo blanco que imitaba el estilo gótico. Me despedí del chófer y me registré; no les pregunté por la habitación en la que había muerto Belushi.

 

Salí hacia mi bungalow bajo la lluvia, con el bolso de viaje en la mano y el juego de llaves que, según la recepcionista, me abriría las diversas puertas y verjas. El aire olía a polvo mojado y, curiosamente, a jarabe para la tos. Anochecía.

 

El agua salpicaba por todas partes. Corría en riachuelos y regatos a través del patio.

 

Subí las escaleras y entré en una habitación peque?a, fría y húmeda. Parecía un sitio bastante triste para la muerte de una estrella.

 

La cama estaba un poco húmeda y la lluvia repiqueteaba con un redoble enloquecedor en el sistema del aire acondicionado.

 

Miré un rato la televisión, la tierra yerma de las reposiciones (Cheers se fundió imperceptiblemente en Taxi, que parpadeó, cambió a blanco y negro y se convirtió en I Love Lucy), y tras dar unas cabezadas me quedé dormido.

 

So?é con tambores tocando el tambor intermitentemente, a sólo treinta minutos de allí.

 

Me despertó el teléfono.

 

—Ey, ey, ey, ey. Así que llegaste bien, ?eh?

 

—?Quién es?

 

—Soy Jacob, del estudio. ?El desayuno sigue en pie, ey, ey?

 

—?Desayuno…?

 

—No hay problema. Vendré a recogerte al hotel dentro de treinta minutos. La reserva ya está hecha. No hay problema. ?Recibiste mis mensajes?

 

—Yo…

 

—Los envié anoche por fax. Hasta luego.

 

Había parado de llover. Hacía un sol cálido y radiante: luz hollywoodiense de verdad. Me dirigí al edificio principal, caminando sobre una alfombra de hojas de eucalipto aplastadas: el olor a medicina para la tos de la noche anterior.

 

Me entregaron un sobre con un fax dentro: mi programa para los próximos días, con mensajes de ánimo y garabatos al margen escritos a mano y enviados por fax, en los que ponía cosas como ??Esto será un éxito de taquilla!? y ??Esto va a ser una película sensacional, ?o no?!?. El fax estaba firmado por Jacob Klein, obviamente la voz del teléfono. Nunca había tratado con un Jacob Klein.

 

Un coche deportivo peque?o y rojo se detuvo a la entrada del hotel. El conductor salió y me saludó con la mano. Fui a su encuentro. Tenía una barba entrecana bien cuidada, una sonrisa que era casi taquillera y llevaba una cadena de oro alrededor del cuello. Me ense?ó un ejemplar de Hijos del hombre[5].

 

Era Jacob. Nos estrechamos las manos.

 

—?Está David por ahí? ?David Gambol?

 

David Gambol era el hombre con el que había hablado antes por teléfono, cuando estaba organizando el viaje. No era el productor. Yo no estaba muy seguro de lo que era. Se describió a sí mismo como ?adscrito al proyecto?.

 

—David ya no está en el estudio. Digamos que ahora el proyecto lo llevo yo y quiero que sepas que estoy eufórico, ey, ey.

 

—?Eso es bueno?

 

Subimos al coche.

 

—?Dónde es la reunión? —pregunté.

 

Negó con la cabeza.

 

—No es una reunión —dijo—. Es un desayuno.

 

Yo parecía confundido. Se apiadó de mí.

 

—Una especie de prerreunión para la reunión —explicó.

 

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