Humo yespejos

Y todo el tiempo quería besarla y tocarle los pechos y, quizá, meterle la mano entre las piernas.

 

Al final vi mi oportunidad. Había un puente de ladrillos viejo encima del sendero y nos paramos debajo de él. Me apretujé contra ella. Abrió la boca para besarme.

 

Entonces se quedó fría y rígida y dejó de moverse.

 

—Hola —dijo el troll.

 

Solté a Louise. Estaba oscuro debajo del puente, pero la figura del troll llenaba la oscuridad.

 

—La he congelado —dijo el troll—, para que podamos hablar. Ahora me voy a comer tu vida.

 

El corazón me latía con fuerza y sentía que estaba temblando.

 

—No.

 

—Dijiste que volverías conmigo. Y lo has hecho. ?Aprendiste a silbar?

 

—Sí.

 

—Eso está bien. Yo nunca supe silbar —husmeó y asintió con la cabeza—. Estoy satisfecho. Has crecido en vida y experiencia. Más para comer. Más para mí.

 

Agarré a Louise, una zombi tiesa, y la empujé hacia delante.

 

—No me cojas a mí. No quiero morir. Cógela a ella. Apuesto a que está mucho más deliciosa que yo. Además, es dos meses mayor que yo. ?Por qué no te la llevas a ella?

 

El troll se quedó callado.

 

Olisqueó a Louise de pies a cabeza, olfateándole los pies y la entrepierna y los pechos y el pelo.

 

Entonces me miró.

 

—Es una inocente —dijo—. Tú no. No la quiero a ella. Te quiero a ti.

 

Fui hasta la abertura del puente y me quedé mirando las estrellas del cielo nocturno.

 

—Pero es que hay tantas cosas que no he hecho nunca —dije, en parte a mí mismo—. O sea, nunca he… bueno, nunca me he acostado con nadie. Nunca he ido a América. Y no he… —hice una pausa—. No he hecho nada. Aún no.

 

El troll no dijo nada.

 

—Podría volver contigo. Cuando sea mayor.

 

El troll no dijo nada.

 

—Volveré. De veras que sí.

 

—?Que volverás conmigo? —dijo Louise—. ?Por qué? ?Adónde vas?

 

Me di la vuelta. El troll había desaparecido y la chica que había creído que amaba estaba envuelta por las sombras bajo el puente.

 

—Nos vamos a casa —le dije—. Venga.

 

Regresamos y no dijimos ni una palabra.

 

Louise salió con el batería del grupo de punk que yo había montado y, mucho después, se casó con otro. Nos encontramos una vez, en un tren, después de que se hubiera casado, y me preguntó si recordaba aquella noche.

 

Le dije que sí.

 

—Me gustabas mucho, aquella noche, Jack —me dijo—. Pensé que ibas a besarme. Pensé que ibas a pedirme que saliera contigo. Te hubiera dicho que sí. Si me lo hubieses pedido.

 

—Pero no lo hice.

 

—No —dijo—. No lo hiciste —llevaba el pelo muy corto. No le quedaba.

 

No la volví a ver. La mujer estilizada de la sonrisa tensa no era la chica que yo había amado y hablar con ella me hizo sentir incómodo.

 

Me fui a vivir a Londres y, entonces, unos a?os después, volví, pero la ciudad a la que regresé no era la ciudad que yo recordaba: no había campos, ni granjas, ni caminitos de pedernal; y me mudé lo antes que pude a un pueblo diminuto a diez millas de allí.

 

Me mudé con mi familia —ya estaba casado y tenía un ni?o peque?o— a una casa vieja que había sido, mucho a?os antes, una estación de tren. Habían quitado las vías y la anciana pareja que vivía enfrente de nuestra casa utilizaba aquel terreno para cultivar verduras.

 

Estaba envejeciendo. Un día me encontré una cana; otro, escuché una cinta en la que me había grabado hablando y me di cuenta de que sonaba exactamente igual que mi padre.

 

Trabajaba en Londres, en el departamento de contratación de una de las compa?ías discográficas más importantes. Iba en tren a Londres casi todos los días y volvía a casa algunas noches.

 

Tenía que alquilar un pisito en Londres; es difícil ir y volver a casa cada día cuando los grupos que estás examinando no salen tambaleándose al escenario hasta medianoche. Eso también significaba que era bastante fácil echar un polvo, si quería, y así era.

 

Pensé que Eleonora —así se llamaba mi mujer; debería haberlo mencionado antes, supongo— no sabía nada sobre las otras mujeres; pero regresé de una excursión de dos semanas a Nueva York un día de invierno y, cuando llegué, la casa estaba vacía y fría.

 

Me había dejado una carta, no una nota. Quince páginas, muy bien mecanografiadas, y todas y cada una de las palabras que había escrito eran ciertas. La posdata incluida, que decía: En realidad no me quieres. Nunca me has querido.

 

Me puse un abrigo grueso y salí de casa y caminé, estupefacto y un poco atontado.

 

No había nieve en el suelo, pero había una escarcha dura y las hojas crujían bajo mis pies mientras andaba. Los árboles eran de un negro desnudo contra el cielo invernal crudo y gris.

 

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