Pensé en volver a llevar al Gato Negro al sótano, pero decidí no hacerlo. En vez de eso, resolví que intentaría descubrir qué clase de animal venía a nuestra casa cada noche y a partir de ahí elaboraría un plan de acción, para cazarlo, quizá.
Para mi cumplea?os y en Navidad, mi familia me regala artilugios y aparatitos, juguetes carillos que me dejan fascinado pero que, a la larga, casi nunca salen de sus cajas. Hay un deshidratador de alimentos y un cuchillo de trinchar eléctrico, una máquina de hacer pan y, el regalo del a?o pasado, un par de gemelos para ver en la oscuridad. El día de Navidad le había puesto las pilas a los gemelos y me había paseado a oscuras por el sótano, demasiado impaciente incluso para esperar hasta el anochecer, mientras acechaba a una bandada de estorninos imaginarios. (Se te advertía que no los usaras con la luz encendida: eso habría da?ado los gemelos y también tus ojos muy probablemente.) Después había vuelto a poner el aparato en su caja y allí seguía, en mi oficina, junto a la caja de los cables del ordenador y otras cosas olvidadas.
Quizá, pensé, si el animal, perro, gato o mapache o lo que fuera, me veía sentado en el porche, no vendría, así que llevé una silla al ropero, también trastero, que es algo mayor que un armario y que da al porche, y cuando todos dormían salí y le di las buenas noches al Gato Negro.
Ese gato, había dicho mi mujer, cuando lo vio por primera vez, es una persona. Había algo muy humano en su enorme cara leonina: la nariz negra y ancha, los ojos amarillo verdosos, la boca con colmillos pero afable (que aún supuraba pus ámbar por la derecha del labio inferior).
Le acaricié la cabeza, le rasqué debajo de la barbilla y le deseé suerte. Luego entré y apagué la luz del porche.
Me senté a oscuras en la casa con los gemelos para ver en la oscuridad en el regazo. Los había encendido y un hilo de luz verdosa salía de los oculares.
Pasó el tiempo, en las tinieblas.
Experimenté con los gemelos, observando en la oscuridad, aprendiendo a enfocar y a ver el mundo en tonos verdes. Me horroricé por la cantidad de insectos que pululaban en el aire nocturno: era como si el mundo nocturno fuera una especie de sopa de pesadilla, llena de vida. Entonces dejé los gemelos en el regazo y miré afuera, a los intensos negros y azules de la noche, vacía y tranquila.
El tiempo pasaba. Luché para mantenerme despierto y me di cuenta de que echaba profundamente de menos los cigarrillos y el café, mis dos adicciones perdidas. Cualquiera de las dos me habría mantenido los ojos abiertos. Sin embargo, antes de que me hubiera hundido demasiado en el mundo de los sue?os, un maullido que venía del jardín me despertó sobresaltado. A tientas, me llevé los gemelos a los ojos y me quedé decepcionado al ver que era sólo Copo de Nieve, que cruzaba velozmente el jardín de enfrente como una mancha de luz blanca y verdosa. Corrió hacia el bosque que había a la izquierda de la casa y desapareció.
Estaba a punto de volver a acomodarme cuando se me ocurrió preguntarme qué era exactamente lo que había asustado tanto a Copo de Nieve, así que empecé a escudri?ar a una distancia media con los gemelos, buscando un mapache enorme, un perro o una zarigüeya feroz. Y, en efecto, algo venía por el camino hacia la casa. Lo veía a través de los gemelos, más claro que el agua.
Era el Diablo.
Nunca había visto al Diablo y, aunque había escrito sobre él en el pasado, si me hubiesen presionado habría confesado que sólo creía en él como figura imaginaria, trágica y miltoniana. La figura que se acercaba por el camino no era el Lucifer de Milton. Era el Diablo.
El corazón me empezó a palpitar en el pecho, con tanta fuerza que dolía. Esperé que no pudiese verme, que, en una casa oscura, tras el cristal de la ventana, estuviese escondido.
La figura parpadeaba y cambiaba a medida que se acercaba por el camino. Si un instante era negra, con la forma de un toro o un minotauro, al instante siguiente era esbelta y femenina y, al siguiente, era un gato salvaje enorme, verde gris, cubierto de cicatrices y con la cara crispada por el odio.
Unos escalones llevan al porche, cuatro escalones de madera blancos a los que les hace falta una capa de pintura (yo sabía que eran blancos, aunque eran, como todo lo demás, verdes a través de los gemelos). Al pie de los escalones, el diablo se detuvo y pronunció algo en un idioma formado por aullidos y gemidos que ya debía de haber sido antiguo y olvidado cuando Babilonia era joven; y, aunque no entendí las palabras, sentí que se me ponían los pelos de punta cuando las pronunciaba.
Entonces oí, amortiguado por el cristal pero aun así audible, un gru?ido bajo, un desafío, y, lenta y vacilante, una figura negra bajó los escalones de la casa, alejándose de mí, en dirección al Diablo. Por aquel entonces, el Gato Negro ya no se movía como una pantera, sino que tropezaba y se balanceaba, como un marinero recién llegado a tierra.