Humo yespejos

Parece que nunca tenemos más de ocho gatos, pocas veces menos de tres. La población gatuna de mi casa es actualmente la siguiente: Hermione y Vaina, atigrada y negra respectivamente, las hermanas locas que viven en mi oficina del ático y que no se mezclan con los demás; Copo de Nieve, la gata blanca de pelo largo y ojos azules que vivió en estado salvaje en los bosques durante a?os antes de renunciar a sus costumbres selváticas por los sofás suaves y las camas; Pelusa, la hija de Copo de Nieve, una gata manchada, naranja, negra y blanca, de pelo largo y con pinta de cojín, que descubrí un día en el garaje cuando era una gatita, estrangulada y casi muerta, con la cabeza metida por una red de bádminton, y que nos sorprendió a todos porque, en vez de morirse, creció y se convirtió en el gato más bueno con el que me he topado jamás.

 

Y luego está el gato negro. Que no tiene otro nombre que el Gato Negro y que apareció hace casi un mes. Al principio no nos dimos cuenta de que iba a quedarse a vivir aquí: se le veía demasiado bien alimentado para ser un gato callejero, demasiado viejo y desenfadado para que lo hubieran abandonado. Parecía una pantera peque?a y se movía como un trozo de noche.

 

Un día, en verano, estaba merodeando por nuestro porche destartalado: calculé que tendría unos ocho o nueve a?os, era macho, de ojos amarillo verdosos, muy simpático, completamente imperturbable. Supuse que pertenecía a un granjero o a una casa del vecindario.

 

Me fui unas semanas, para acabar de escribir un libro, y cuando volví a casa seguía en nuestro porche, viviendo en una cama vieja para gatos que uno de los ni?os le había encontrado. Sin embargo, estaba casi irreconocible. Le había desaparecido parte del pelaje y tenía ara?azos profundos en la piel oscura. Le habían mordido la punta de una oreja. Tenía un tajo bajo un ojo y le faltaba un trozo del labio. Se le veía cansado y delgado.

 

Llevamos al Gato Negro al veterinario, donde le compramos unos antibióticos que le dimos cada noche, con comida suave para gatos.

 

Nos preguntábamos con quién se peleaba. ?Copo de Nieve, nuestra reina blanca casi asilvestrada? ?Mapaches? ?Una zarigüeya con cola de rata y colmillos?

 

Los ara?azos eran cada vez peores, una noche le habían mordido la ijada, al día siguiente era el vientre, cubierto de zarpazos y sanguinolento al tacto.

 

Cuando llegó a ese punto, lo bajé al sótano para que se recuperase junto a la caldera y los montones de cajas. Era sorprendentemente pesado, el Gato Negro, lo cogí y lo llevé allá abajo, con una cesta para gatos, una caja de arena higiénica y un poco de comida y agua. Cerré la puerta detrás de mí. Tuve que limpiarme la sangre de las manos cuando salí del sótano.

 

Se quedó ahí abajo durante cuatro días. Al principio parecía estar demasiado débil para comer solo: un corte bajo el ojo le había dejado casi tuerto y cojeaba y se tumbaba débilmente, mientras le supuraba un pus denso y amarillo de un corte en el labio.

 

Yo bajaba allí cada ma?ana y cada noche y le daba de comer y también los antibióticos, que mezclaba con la comida enlatada, y le daba unos toquecitos a los cortes peores y le hablaba. El gato tenía diarrea y, aunque le cambiaba la arena higiénica a diario, el sótano apestaba terriblemente.

 

Los cuatro días en que el Gato Negro vivió en el sótano fueron cuatro días malos en casa: el bebé resbaló en el ba?o y se golpeó la cabeza y podría haberse ahogado: me enteré de que un proyecto que me hacía mucha ilusión —adaptar la novela de Hope Mirrlees, Lud en la niebla para la BBC— ya no se iba a hacer, y me di cuenta de que no tenía la energía para empezar otra vez desde cero y ofrecerla a otras cadenas o a otros medios de comunicación; mi hija salió para una colonia de vacaciones y en seguida empezó a enviarnos una plétora de cartas y postales desgarradoras, cinco o seis por día, en las que nos imploraba que la trajéramos a casa; mi hijo tuvo una especie de pelea con su mejor amigo, hasta el punto de que ya no se hablaban; y, cuando volvía a casa una noche, mi mujer chocó contra un ciervo que salió corriendo por delante del coche. El ciervo murió, el coche quedó inservible y mi mujer sufrió un cortecito en el ojo.

 

Al cuarto día, el gato estaba merodeando por el sótano, caminando vacilante pero impaciente entre las pilas de libros y cómics, las cajas de correo y cassetes, de cuadros y de regalos y de otras cosas. Me maulló para que le dejara salir y, de mala gana, lo hice.

 

Regresó al porche y durmió allí el resto del día.

 

A la ma?ana siguiente, volvía a tener tajos profundos en las ijadas, y montones de pelo de gato negro, el suyo, cubrían las tablas de madera del porche.

 

Ese día llegaron cartas de mi hija, en las que nos decía que la colonia iba mejor y que creía que podría sobrevivir unos cuantos días; mi hijo y su amigo solucionaron el problema, aunque la razón de su discusión —tarjetas coleccionables, videojuegos, La guerra de las galaxias, Una Chica— era algo que yo nunca sabría. Se descubrió que el ejecutivo de la BBC que había vetado Lud en la niebla había estado aceptando sobornos (bueno, ?préstamos cuestionables?) de una compa?ía productora independiente y le enviaron a casa de baja permanente: me alegré muchísimo cuando supe quién era su sucesora, que me envió un fax para decírmelo, ya que se trataba de la mujer que me había propuesto el proyecto inicialmente, antes de dejar la BBC.

 

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