Humo yespejos

El Diablo era una mujer, en aquel momento. Le dijo algo tranquilizador y suave al gato, en un idioma que sonaba a francés, y le extendió la mano. él le hundió los dientes en el brazo y ella hizo una mueca y le escupió.

 

La mujer levantó la vista y me miró y, si antes había dudado de que fuera el Diablo, en aquel momento estuve seguro; los ojos de la mujer me iluminaron con fuego rojo, pero no se puede ver el rojo a través de unos gemelos de visión nocturna, sólo tonos verdes. Y el Diablo me vio a través de la ventana. Me vio. No tengo ninguna duda al respecto.

 

El Diablo se retorcía y se contraía y, en ese momento, era una especie de chacal, un animal de cara achatada, cabeza enorme y cuello de toro, entre una hiena y un dingo. Había gusanos retorciéndose en su pelaje sarnoso, y empezó a subir los escalones.

 

El Gato Negro le saltó encima y, en cuestión de segundos, se convirtieron en una masa que rodaba y se enroscaba y se movía más rápido de lo que yo podía seguir con la mirada.

 

Todo en silencio.

 

Entonces oí un estruendo lejano: por la carretera donde acababa el camino que llevaba a nuestra casa, un camión que hacía su trayecto de noche avanzaba pesadamente, con los faros encendidos, brillantes como soles verdes a través de los gemelos. Los aparté y vi sólo oscuridad y el amarillo suave de los faros y, luego, el rojo de las luces de atrás a medida que el camión volvía a desaparecer en la nada absoluta.

 

Cuando alcé los gemelos otra vez, no había nada que ver. Sólo el Gato Negro en los escalones, con la mirada perdida en el aire. Enfoqué los gemelos hacia arriba y vi algo que se alejaba volando —un buitre, quizá, o un águila—, voló más allá de los árboles y desapareció.

 

Salí al porche y cogí al Gato Negro, le acaricié y le dije cosas amables y tranquilizadoras. Maulló lastimeramente cuando me acerqué a él, pero, después de un rato, se quedó dormido en mi regazo y le puse en su cesta y subí a mi cama, a dormir yo también. A la ma?ana siguiente, tenía sangre seca en la camiseta y los tejanos.

 

Eso fue hace una semana.

 

La cosa que viene a mi casa no viene todas las noches, pero casi: lo sabemos por las heridas del gato y por el dolor que veo en esos ojos leoninos. Ha perdido el uso de la pata izquierda delantera y el ojo derecho se le ha cerrado para siempre.

 

Me pregunto qué hicimos para merecernos al Gato Negro. Me pregunto quién le envió. Y, egoísta y asustado, me pregunto si aún le queda mucho que dar.

 

 

 

 

 

EL PUENTE DEL TROLL

 

 

Quitaron casi todas las vías férreas a principios de los sesenta, cuando yo tenía tres o cuatro a?os. Recortaron drásticamente el servicio de trenes. Eso significaba que no había adonde ir si no era a Londres, y la peque?a ciudad donde yo vivía se convirtió en el final de la línea.

 

El primer recuerdo fiable que tengo: a los dieciocho meses, mi madre está en el hospital dando a luz a mi hermana y mi abuela pasea conmigo hasta un puente y me alza para que vea el tren que pasa por debajo, jadeando y echando vapor como un dragón de hierro negro.

 

Durante los a?os siguientes, se perdió el último de los trenes a vapor y, con él, desapareció la red de vías férreas que unían pueblo con pueblo, ciudad con ciudad.

 

Yo no sabía que los trenes estaban desapareciendo. Para cuando tenía siete a?os, habían pasado a la historia.

 

Vivíamos en una casa vieja en las afueras de la ciudad. Los campos de enfrente estaban vacíos y en barbecho. Solía saltar la valla y echarme a leer a la sombra de un juncal peque?o; o si me sentía más intrépido exploraba el parque de la casa solariega vacía que había al otro lado de los campos. Tenía un estanque ornamental atascado por las algas, sobre el que había un puente bajo de madera. Nunca vi a un encargado o a un guarda en mis incursiones en los jardines y bosques y nunca intenté entrar en la casa solariega. Eso habría sido exponerse al desastre y, además, para mí era cuestión de fe que todas las casas viejas y vacías estaban embrujadas.

 

No es que fuera crédulo, simplemente creía en todo lo que era oscuro y peligroso. Parte de mi credo juvenil era que la noche estaba llena de fantasmas y brujas, hambrientos y agitando los brazos y vestidos completamente de negro.

 

Lo opuesto también era válido y eso me tranquilizaba: la luz del día era segura. La luz del día siempre era segura.

 

Un ritual: el último día del tercer trimestre escolar, de camino a casa, me quitaba los zapatos y los calcetines y, sujetándolos con las manos, recorría el camino pedregoso de sílex con pies rosados y tiernos. Durante las vacaciones de verano sólo me ponía los zapatos bajo coacción. Gozaba no teniendo que llevar calzado hasta que el colegio empezase otra vez en septiembre.

 

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