A los siete a?os descubrí el sendero que atravesaba el bosque. Era un verano caluroso y radiante y aquel día me alejé mucho de casa.
Estaba explorando. Pasé junto a la casa solariega, con sus ventanas cerradas con tablas y tapiadas, crucé el parque y atravesé unos bosques desconocidos. Bajé gateando por un talud empinado y me encontré en un sendero sombreado que para mí era nuevo y que estaba cubierto de árboles; la luz que atravesaba las hojas estaba te?ida de verde y oro, y pensé que me hallaba en el país de las hadas.
Un riachuelo corría junto al sendero, repleto de renacuajos diminutos y transparentes. Cogí algunos y observé cómo se removían y daban vueltas. Luego los devolví al agua.
Paseé por el sendero. Era totalmente recto y estaba cubierto de hierba corta. De vez en cuando encontraba unas rocas fantásticas: cosas fundidas y llenas de burbujas, marrones y violetas y negras. Si las ponías a contraluz veías todos los colores del arco iris. Estaba convencido de que tenían que ser sumamente valiosas y me llené los bolsillos.
Caminé y caminé por el silencioso pasillo dorado y verde y no vi a nadie.
No tenía ni hambre ni sed. Sólo me preguntaba adónde iría el sendero. Iba en línea recta y era totalmente llano. El sendero nunca cambiaba, pero el campo que lo rodeaba sí. Al principio estuve caminando por el fondo de un barranco, con pendientes cubiertas de hierba que ascendían abruptamente a ambos lados. Más tarde, el sendero estaba encima de todo y, mientras andaba, veía las copas de los árboles que había abajo y los tejados de las casas lejanas y aisladas. El sendero era siempre llano y recto, y caminé por él atravesando valles y mesetas y más valles y más mesetas. Al final, en uno de esos valles, llegué al puente.
Estaba hecho de ladrillos rojos y limpios, un arco enorme sobre el sendero. A un lado del puente había unos escalones de piedra excavados en el terraplén y, en lo alto de la escalera, una verja peque?a de madera.
Me sorprendí al ver una prueba de la existencia de la humanidad en mi sendero, pues ya estaba convencido de que se trataba de una formación natural, igual que un volcán. Entonces, con un sentido más de curiosidad que de otra cosa (al fin y al cabo, había recorrido cientos de millas, o eso creía, y podía estar en cualquier sitio), subí los escalones de piedra, abrí la verja y pasé.
No estaba en ningún sitio.
La parte de arriba del puente estaba pavimentada con barro. A cada extremo del puente había un prado. El prado de mi extremo era un campo de trigo; en el otro campo sólo había hierba. En el barro seco se veían las huellas endurecidas de las ruedas enormes de un tractor. Crucé el puente para asegurarme: no se oyó ningún trip-trap, mis pies descalzos no producían ningún sonido.
No había nada en varias millas a la redonda; sólo campos y trigo y árboles.
Cogí una espiga de trigo y saqué los granos dulces, los pelé entre los dedos y los mastiqué meditabundo.
Entonces me di cuenta de que empezaba a tener hambre y bajé las escaleras hasta la vía férrea abandonada. Era hora de irse a casa. No me había perdido; lo único que tenía que hacer era volver a seguir el sendero hasta casa.
Había un troll esperándome, debajo del puente.
—Soy un troll —dijo. Entonces hizo una pausa y a?adió, como si se le hubiese ocurrido después—, Sig el seng derg.
Era inmenso: su cabeza rozaba el arco de ladrillos. Era más o menos transparente: yo veía los ladrillos y los árboles que había detrás de él, borrosos pero no perdidos. Era todas mis pesadillas en carne y hueso. Tenía dientes enormes y afilados, zarpas desgarradoras y manos fuertes y peludas. Tenía el pelo largo, como una de las mu?ecas de plástico de mi hermana, y los ojos saltones. Estaba desnudo y el pene le colgaba de la mata de pelo de mu?eco que tenía entre las piernas.
—Te he oído, Jack —susurró en una voz como el viento—. He oído el trip-trap de tus pasos por mi puente. Y ahora me voy a comer tu vida.
Yo sólo tenía siete a?os, pero era de día y no recuerdo que estuviese asustado. A los ni?os les va bien encontrarse con los elementos de un cuento de hadas, están muy preparados para enfrentarse a ellos.
—No me comas —le dije al troll. Yo llevaba una camiseta a rayas marrones y pantalones de pana marrón. Tenía el pelo casta?o y me faltaba un diente de delante. Estaba aprendiendo a silbar entre los dientes, pero aún me faltaba un poco.
—Me voy a comer tu vida, Jack —dijo el troll.
Le miré fijamente.
—Mi hermana mayor vendrá por el sendero muy pronto —mentí— y está mucho más sabrosa que yo. Cómetela a ella.
El troll olisqueó el aire y sonrió.
—Estás completamente solo —dijo—. No hay nada más en el sendero. Absolutamente nada.
Entonces se inclinó y me pasó los dedos por encima: fue como si unas mariposas me rozasen la cara, como si me palpara un ciego. Luego se olfateó los dedos y negó con la cabeza.
—No tienes una hermana mayor. Sólo una hermana menor y hoy está en casa de su amiga.