Humo yespejos

Caminé junto a la carretera. Me pasaban los coches, que iban o venían de Londres. Una vez tropecé con una rama, medio escondida entre un montón de hojas secas, y me caí, me rasgué los pantalones y me hice un corte en la pierna.

 

Llegué al pueblo de al lado. Un río formaba un ángulo por la derecha con la carretera y había un sendero junto a él que no había visto nunca, y caminé por el sendero mientras miraba el río medio helado. Borboteaba, salpicaba y cantaba.

 

El sendero llevaba por unos campos; era recto y estaba cubierto de hierba.

 

Encontré una roca, medio enterrada, a un lado del sendero. La cogí, le quité el barro. Era un pedazo fundido de una sustancia violácea, con un extra?o brillo multicolor. Me la puse en el bolsillo del abrigo y la sostuve en la mano mientras andaba, sintiendo su presencia cálida y tranquilizadora.

 

El río se alejó serpenteando por los campos y yo seguí andando en silencio.

 

Llevaba una hora caminando cuando vi las casas, nuevas y peque?as y cuadradas, en el terraplén que había delante de mí.

 

Entonces vi el puente y supe dónde estaba: me hallaba en el sendero de las viejas vías férreas y lo había estado siguiendo desde la otra dirección.

 

Había graffitis a un lado del puente: JODER y BARRY QUIERE A SUSAN y el omnipresente FN del Frente Nacional.

 

Me puse bajo el arco de ladrillos rojos del puente, entre envoltorios de helado y bolsas de patatas fritas y un único condón triste y usado, y observé el vapor de mi aliento en la tarde fría.

 

La sangre se había secado y se me había quedado enganchada a los pantalones.

 

Pasaban coches por el puente que había sobre mí; oí una radio muy alta en uno de ellos.

 

—?Hola? —dije, en voz baja, avergonzado, sintiéndome como un idiota—. ?Hola?

 

No hubo respuesta. El viento hizo susurrar las bolsas de patatas fritas y las hojas.

 

—He vuelto. Dije que lo haría. Y lo he hecho. ?Hola?

 

Silencio.

 

Entonces empecé a llorar, estúpida y silenciosamente, bajo el puente.

 

Una mano me tocó la cara y alcé la vista.

 

—Creí que no volverías —dijo el troll. Ahora tenía mi estatura, pero aparte de eso no había cambiado. Llevaba hojas enredadas en su pelo de mu?eco largo y despeinado y tenía los ojos muy abiertos y tristes.

 

Me encogí de hombros, luego me sequé la cara con la manga del abrigo.

 

—He vuelto.

 

Tres ni?os pasaron por encima de nosotros, por el puente, gritando y corriendo.

 

—Soy un troll —murmuró el troll, con una vocecita asustada—. Sig el seng derg.

 

Estaba temblando.

 

Alargué la mano y le cogí la zarpa enorme. Le sonreí.

 

—No pasa nada —le dije—. En serio. No pasa nada.

 

El troll asintió con la cabeza.

 

Me empujó al suelo, sobre las hojas y los envoltorios y el condón, y se me echó encima. Entonces alzó la cabeza y abrió la boca y se comió mi vida con sus dientes fuertes y afilados.

 

Cuando acabó, el troll se puso en pie y se sacudió. Se puso la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un pedazo de escoria negra y llena de burbujas.

 

Me la dio.

 

—Esto es tuyo —dijo el troll.

 

Le miré: llevaba mi vida puesta cómodamente, con facilidad, como si la hubiera estado llevando durante a?os. Cogí la escoria de hulla y la olisqueé. Podía oler el tren de donde había caído, hacía tanto tiempo. La agarré fuertemente con la mano peluda.

 

—Gracias —dije.

 

—Buena suerte —dijo el troll.

 

—Sí. Bueno. A ti también.

 

El troll sonrió con mi cara.

 

Me dio la espalda y empezó a andar por el camino por el que yo había venido, hacia el pueblo, a la casa vacía que yo había dejado aquella ma?ana; y silbaba mientras andaba.

 

He estado aquí desde entonces. Escondido. Esperando. Parte del puente.

 

Observo desde las sombras cuando pasa la gente: paseando a sus perros o hablando o haciendo las cosas que hace la gente. Algunas veces alguien se para debajo de mi puente, para quedarse un rato, mear o hacer el amor. Yo les observo, pero no digo nada; y ellos nunca me ven.

 

Sig el seng derg.

 

Simplemente me voy a quedar aquí, en la oscuridad bajo el arco. Os oigo a todos ahí fuera, oigo el trip-trap, trip-trap de vuestros pasos por mi puente.

 

Oh, sí, os oigo.

 

Pero no pienso salir.

 

 

 

 

 

NO LE PREGUNTéIS A JACK

 

 

Nadie sabía de dónde había salido el juguete, qué bisabuelo o que tía lejana lo había tenido antes de que llegara al cuarto de los ni?os.

 

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