Humo yespejos

Jacob pidió nuestro desayuno y lo pagó. Explicó que la próxima reunión era una mera formalidad.

 

—Es tu libro lo que nos encanta —dijo—. ?Por qué habríamos comprado tu libro si no quisiéramos hacerlo? ?Por qué te habríamos contratado a ti para escribir el guión si no quisiéramos el toque especial que tú darías al proyecto? Esa esencia tuya.

 

Asentí con la cabeza, muy serio, como si mi esencia literaria fuera algo en lo que había pasado muchas horas meditando.

 

—Una idea como ésta. Un libro como éste. Eres bastante único.

 

—Uno de los más únicos —dijo una mujer que se llamaba Dina o Tina o tal vez Deanna.

 

Enarqué una ceja.

 

—?Y qué se supone que debo hacer en la reunión?

 

—Ser receptivo —dijo Jacob—. Ser positivo.

 

El trayecto al estudio duró una media hora en el cochecito rojo de Jacob. Nos detuvimos frente a la barrera de seguridad, donde Jacob discutió con el guarda. Deduje que era nuevo en el estudio y que aún no le habían proporcionado un pase fijo.

 

Parecía ser que, una vez dentro, tampoco tenía una plaza de aparcamiento fija. Sigo sin entender las ramificaciones de lo siguiente: por lo que dijo, las plazas de aparcamiento tenían tanto que ver con la posición en el estudio como los regalos del emperador con la posición de una persona en la corte de la antigua China.

 

Recorrimos las calles de una Nueva York curiosamente llana y aparcamos frente a un banco viejo y enorme.

 

Diez minutos después, estaba en la sala de juntas, con Jacob y toda la gente del desayuno, esperando a que alguien entrase. Con tanto ajetreo, no había captado quién era ese alguien ni a qué se dedicaba. Saqué un ejemplar de mi libro y lo puse delante de mí, como si fuera una especie de talismán.

 

Alguien entró. Era alto, tenía una nariz y una barbilla puntiagudas y llevaba el pelo demasiado largo, parecía que hubiese secuestrado a alguien mucho más joven y le hubiese robado el pelo. Era australiano, lo que me sorprendió.

 

Se sentó.

 

Me miró.

 

—Dispara —dijo.

 

Miré a la gente del desayuno, pero nadie se estaba fijando en mí, no logré que nadie me viera. Así que empecé a hablar: del libro, del argumento, del final, del enfrentamiento en el club nocturno de Los ángeles, donde la chica Manson buena hace volar a todos los demás. O cree que lo hace. De mi idea de que un actor representara el papel de todos los chicos Manson.

 

—?Tú te crees todo esto? —fue la primera pregunta que hizo Alguien.

 

ésa era fácil. Era una que ya había contestado a por lo menos dos docenas de periodistas británicos.

 

—?Que si creo que un fuerza sobrenatural poseyó a Charles Manson durante un tiempo y que incluso ahora está poseyendo a sus muchos hijos? No. ?Que si creo que algo extra?o estaba sucediendo? Supongo que debo creerlo. Quizá fue sencillamente que, por un tiempo breve, su locura sintonizaba con la locura del mundo exterior. No lo sé.

 

—Mm. Ese chico Manson. ?Podría ser Keanu Reeves?

 

Dios santo, no, pensé. Jacob me hizo una se?a para que le viera y asintió con la cabeza desesperadamente.

 

—No veo por qué no —dije. De todos modos, todo era pura imaginación. Nada de aquello era real.

 

—Vamos a cerrar un trato con su gente —dijo Alguien, asintiendo, pensativo.

 

Me mandaron escribir un tratamiento que ellos tendrían que aprobar. Y por ellos entendí que se referían al Alguien australiano, aunque no estaba completamente seguro.

 

Antes de que me fuera, alguien me dio 700 dólares y me hizo firmar por ellos: dos semanas per diem.

 

Pasé dos días escribiendo el tratamiento. Tenía que hacer un esfuerzo para olvidar el libro y darle a la historia la estructura de una película. El trabajo iba bien. Me sentaba en el cuartito y escribía en un ordenador portátil que el estudio me había enviado e imprimía páginas con la impresora de inyección que el estudio había enviado con el ordenador. Comía en mi habitación.

 

Cada tarde salía a dar un paseo corto por Sunset Boulevard. Caminaba hasta la librería ?abierta casi toda la noche?, donde compraba un periódico. Luego, me sentaba fuera, en el patio del hotel, durante media hora, y leía el periódico. Entonces, tras haber tomado mi ración de sol y aire, regresaba a la oscuridad y volvía a convertir mi libro en otra cosa.

 

Había un negro muy viejo, un empleado del hotel, que atravesaba el patio cada día con una lentitud casi dolorosa, regaba las plantas y examinaba los peces. Solía sonreírme cuando pasaba junto a mí y yo le saludaba con la cabeza.

 

Al tercer día me levanté y fui a su encuentro cuando se hallaba junto al estanque de los peces, recogiendo restos de basura con las manos: un par de monedas y un paquete de cigarrillos.

 

—Hola —dije.

 

—Se?or —dijo el anciano.

 

Pensé en pedirle que no me llamara se?or, pero no se me ocurrió cómo decírselo sin ofenderle.

 

—Bonitos peces.

 

Asintió con la cabeza y sonrió.

 

—Carpas ornamentales. Las trajeron de la China.

 

Miramos cómo nadaban por el peque?o estanque.

 

—Me pregunto si se aburren.

 

él negó con la cabeza.

 

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