Humo yespejos

—?Has adivinado todo eso por el olor? —pregunté, atónito.

 

—Los trolls pueden oler los arcos iris y también pueden oler las estrellas —susurró tristemente—. Los trolls pueden oler los sue?os que so?aste antes de que hubieras nacido. Acércate y me comeré tu vida.

 

—Llevo piedras preciosas en el bolsillo —le dije al troll—. Quédate con ellas y no conmigo. Mira. —Le ense?é las rocas preciosas de lava que había encontrado antes.

 

—Escoria de hulla —dijo el troll—. Los residuos de los trenes a vapor. Para mí no tienen ningún valor.

 

Abrió bien la boca. Dientes afilados. Aliento que olía a hongos y a la parte de abajo de las cosas.

 

—Comer. Ahora.

 

Se fue volviendo más y más sólido, más y más real; y el mundo exterior se volvió más llano y empezó a desvanecerse.

 

—Espera —clavé los pies en la tierra húmeda bajo el puente, moví los dedos de los pies, me agarré fuerte al mundo real. Le miré fijamente a los ojos grandes—. Tú no quieres comerte mi vida. Aún no. Y yo tengo sólo siete a?os. Aún no he vivido nada. Hay libros que no he leído todavía. Nunca me he subido a un avión. Aún no sé silbar, no mucho. ?Por qué no dejas que me vaya? Cuando sea mayor y más grande y sea una comida mejor que ahora, volveré contigo.

 

El troll me miró con ojos como faros.

 

Después asintió con la cabeza.

 

—Cuando vuelvas, entonces —dijo. Y sonrió.

 

Me di la vuelta y caminé por el sendero recto y silencioso donde antes habían estado las vías férreas.

 

Después de un rato empecé a correr.

 

Recorrí el camino con pasos pesados, a la luz verde, bufando y resoplando, hasta que sentí un dolor punzante bajo el tórax, el dolor del flato; y, apretándome el costado, llegué a casa a trompicones.

 

Los campos empezaron a desaparecer a medida que me hacía mayor. Una a una, hilera a hilera, surgieron casas con calles a las que les habían puesto el nombre de plantas silvestres y escritores respetables. Vendieron nuestra casa, un edificio victoriano viejo y ruinoso, y la tiraron abajo; casas nuevas cubrieron el jardín.

 

Construyeron casas por todas partes.

 

Una vez me perdí en una urbanización que cubría dos prados de los que antes había conocido cada centímetro. Sin embargo, no me importaba demasiado que los campos estuvieran desapareciendo. Una multinacional compró la antigua casa solariega y el parque se convirtió en más casas.

 

Pasaron ocho a?os antes de que regresara a la vieja línea férrea y, cuando lo hice, no estaba solo.

 

Tenía quince a?os; había cambiado de colegio dos veces durante ese tiempo. Ella se llamaba Louise y era mi primer amor.

 

Amaba sus ojos grises y su fino cabello casta?o claro y su forma desgarbada de andar (como un cervato que está aprendiendo a andar, lo que suena muy tonto así que pido disculpas): la vi masticando chicle, cuando yo tenía trece a?os, y me perdí por ella como un ciego en un laberinto.

 

El problema principal de estar enamorado de Louise era que éramos respectivamente el mejor amigo del otro, y que ambos salíamos con otra gente.

 

Nunca le había dicho que la amaba, ni siquiera que me gustaba. éramos colegas.

 

Había estado en su casa aquella noche: nos quedamos en su habitación y pusimos Rattus Norvegicus, el primer LP de los Stranglers. Era el principio del punk y todo parecía tan emocionante: las posibilidades, tanto en música como en todo lo demás, eran infinitas. Al final fue hora de irse a casa y ella decidió acompa?arme. Nos cogimos de la mano, inocentemente, como amigos, y paseamos los diez minutos que había hasta mi casa.

 

La luna brillaba, el mundo era visible e incoloro y hacía una noche cálida.

 

Llegamos a mi casa. Vimos luces dentro y nos quedamos en el camino de entrada y hablamos del grupo que yo estaba montando. No entramos.

 

Entonces decidimos que yo la acompa?aría a ella hasta su casa. Así que nos pusimos en camino.

 

Me habló de las batallas que tenía con su hermana menor, que le robaba el maquillaje y el perfume. Louise sospechaba que su hermana estaba acostándose con chicos. Louise era virgen. Ambos lo éramos.

 

Estábamos en la calle que había delante de su casa, bajo la luz amarillo sodio de la farola, y nos mirábamos los labios negros y las caras amarillo pálido.

 

Nos sonreímos.

 

Entonces nos pusimos a andar, escogiendo calles silenciosas y senderos vacíos. En una de las urbanizaciones nuevas, un sendero nos llevó al bosque y lo seguimos.

 

El sendero era recto y oscuro, pero las luces de las casas lejanas brillaban como estrellas en la tierra y la luna nos daba luz suficiente para ver. Una vez nos asustamos, cuando algo bufó y resopló delante de nosotros. Nos apretujamos, vimos que era un tejón, nos reímos y nos abrazamos y seguimos andando.

 

Hablábamos en voz baja, de tonterías, de lo que so?ábamos y lo que queríamos y lo que pensábamos.

 

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