Humo yespejos

A su pesar, volvió a poner la piedra en la mesa.

 

—Es muy bonita —dijo.

 

—Es la piedra filosofal, que nuestro antepasado Noé colgó en el Arca para dar luz donde no la había; transforma metales de baja ley en oro y posee ciertas propiedades más —le dijo Galaad, orgulloso—. Y eso no es todo. Hay más. Tome —de su bolso de piel sacó un huevo y se lo pasó.

 

Tenía el tama?o de un huevo de oca y era de un color negro brillante, con motas escarlatas y blancas. Cuando la Sra. Whitaker lo tocó, notó un picor en los pelos de la nuca. Su impresión inmediata fue la de un calor y una libertad increíbles. Oyó el crepitar de fuegos distantes y, por un instante, le pareció sentirse muy por encima del mundo, bajando en picado y zambulléndose con alas de fuego.

 

Puso el huevo en la mesa, junto a la piedra filosofal.

 

—Es el huevo del Fénix —dijo Galaad—. Viene de la lejana Arabia. Un día el mismo Ave Fénix saldrá del cascarón; y cuando llegue el momento, el ave construirá un nido de fuego, pondrá un huevo y morirá, para renacer de las llamas en una era posterior del mundo.

 

—Ya me había parecido que era eso —dijo la Sra. Whitaker.

 

—Y, por último, se?ora —dijo Galaad—, le he traído esto.

 

Lo sacó de su bolsa y se lo dio. Era una manzana, aparentemente tallada de un solo rubí, con un pedúnculo de ámbar.

 

Algo nerviosa, la Sra. Whitaker la cogió. Era suave al tacto, más de lo que parecía: la magulló con los dedos y salió un jugo de color rubí que le corrió por la mano.

 

La cocina se llenó, de forma casi imperceptible y mágica, del olor de la fruta de verano, de frambuesas y melocotones y fresas y grosellas. Como si vinieran de un lugar muy remoto, oyó voces distantes que cantaban y una música lejana.

 

—Es una de las manzanas de las Hespérides —dijo Galaad, en voz baja—. Un mordisco curará cualquier enfermedad o herida, por muy profunda que sea; un segundo mordisco devuelve la juventud y la belleza; y dicen que un tercer mordisco otorga la vida eterna.

 

La Sra. Whitaker se lamió el jugo pegajoso de la mano. Sabía a vino selecto.

 

Hubo un momento, entonces, en que volvió a recordar perfectamente cómo era ser joven: tener un cuerpo firme y esbelto que podía hacer lo que ella quisiera que hiciese; correr por un camino rural por el simple placer de correr, tan impropio de una dama; que los hombres le sonrieran sólo porque era ella misma y se alegraba de serlo.

 

La Sra. Whitaker miró a Sir Galaad, el más hermoso de los caballeros, sentado, bello y noble, en su peque?a cocina.

 

Se quedó sin respiración.

 

La Sra. Whitaker puso la fruta de rubí en la mesa de la cocina. Observó la piedra filosofal, el huevo del Fénix y la manzana de la vida.

 

Luego fue al salón y miró hacia la repisa de la chimenea: el peque?o basset de porcelana, el Santo Grial y la fotografía de su difunto marido, Henry, sin camisa, sonriendo y comiéndose un helado en blanco y negro, hacía casi cuarenta a?os.

 

Volvió a la cocina. El agua había empezado a hervir. Vertió un poco de agua caliente en la tetera, la removió un poco y la tiró. Luego, puso dos cucharaditas de té y una más para la tetera y vertió el resto del agua. Hizo todo esto en silencio.

 

Se giró hacia Galaad y, entonces, le miró.

 

—Guarde esa manzana —le dijo a Galaad, con firmeza—. No debería ofrecerle cosas así a una anciana. No es correcto.

 

Entonces hizo una pausa.

 

—Pero me quedaré con las otras dos cosas —continuó, tras pensarlo un momento—. Quedarán bien en la repisa de la chimenea. Y hay que reconocer que dos por uno es un trato justo.

 

Galaad esbozó una sonrisa radiante. Puso la manzana en su bolsa de piel. Luego hincó la rodilla y le besó la mano a la Sra. Whitaker.

 

—Deje, deje —dijo la Sra. Whitaker. Sirvió una taza de té para cada uno, después de sacar la mejor loza, que era sólo para ocasiones especiales.

 

Se quedaron sentados en silencio, bebiéndose el té.

 

Cuando se hubieron acabado el té, fueron al salón.

 

Galaad se santiguó y cogió el Grial.

 

La Sra. Whitaker colocó el huevo y la piedra donde había estado el Grial. El huevo no dejaba de inclinarse hacia un lado y lo apoyó contra el perrito de porcelana.

 

—La verdad es que quedan muy bien —dijo la Sra. Whitaker.

 

—Sí —asintió Galaad—. Quedan muy bien.

 

—?Quiere algo para comer antes de marcharse? —preguntó ella.

 

él negó con la cabeza.

 

—Un poco de plumcake —dijo ella—. Quizá ahora no le apetezca, pero dentro de unas horas se alegrará de habérselo llevado. Y probablemente debería usar el servicio. A ver, deme eso que se lo envolveré.

 

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