—Qué bonito —dijo la Sra. Greenberg, se?alando el Grial—. ?Qué es?
—Es el Santo Grial —dijo la Sra. Whitaker—. Es la copa de la que bebió Jesús en la última cena. Más tarde, en la crucifixión, esta copa recogió Su preciada sangre cuando la lanza del centurión Le atravesó el costado.
La Sra. Greenberg resopló. Era menuda y judía y no aprobaba las cosas poco higiénicas.
—Yo no sé nada de eso —dijo—, pero es muy bonito. A nuestro Myron le dieron uno exactamente igual cuando ganó el torneo de natación, pero lleva su nombre escrito en el lado.
—?Sigue con aquella chica tan simpática? ?La peluquera?
—?Bernice? Uy, sí. Están pensando en prometerse —dijo la Sra. Greenberg.
—Qué bien —dijo la Sra. Whitaker. Cogió otra teja.
La Sra. Greenberg se hacía sus propias tejas y las traía un viernes sí y otro no: galletitas dulces, ligeras, y marrones, con almendras encima.
Hablaron de Myron y Bernice y de Ronald, el sobrino de la Sra. Whitaker (ella no tenía hijos), y de su amiga la Sra. Perkins que estaba en el hospital por la cadera, la pobre.
Al mediodía la Sra. Greenberg se fue a casa y la Sra. Whitaker se preparó tostadas con queso para comer y, después de la comida, se tomó las pastillas; la blanca y la roja y las dos peque?itas de color naranja.
Sonó el timbre.
La Sra. Whitaker abrió la puerta. Era un hombre joven con el pelo hasta los hombros, tan rubio que era casi blanco, y llevaba una armadura de plata reluciente con un sobreveste blanco.
—Hola —dijo él.
—Hola —dijo la Sra. Whitaker.
—Estoy buscando algo —dijo él.
—Qué bien —dijo la Sra. Whitaker, sin comprometerse.
—?Puedo entrar? —preguntó él.
La Sra. Whitaker negó con la cabeza.
—Lo siento, creo que no —dijo.
—Estoy buscando el Santo Grial —dijo el joven—. ?Está aquí?
—?Tiene algún documento que acredite su identidad? —preguntó la Sra. Whitaker. Sabía que era una imprudencia permitir que extra?os no identificados entrasen en casa cuando una era mayor y vivía sola. Los bolsos acaban vacíos y pasan cosas aún peores.
El joven retrocedió por el sendero del jardín. Su caballo, un corcel gris y enorme, tan grande como un caballo de tiro, con la cabeza alta y los ojos inteligentes, estaba atado a la verja del jardín de la Sra. Whitaker. El caballero hurgó en la alforja y regresó con un pergamino.
Estaba firmado por Arturo, rey de todos los bretones, y hacía saber a todas las personas cualquiera que fuese su rango o condición que aquí estaba Galaad, Caballero de la Tabla Redonda, y que estaba realizando una búsqueda justa, noble y elevada. Debajo había un dibujo del joven. No era un mal retrato.
La Sra. Whitaker asintió. Se había esperado una tarjeta con una foto, pero esto impresionaba mucho más.
—Supongo que será mejor que entre —dijo ella.
Fueron a la cocina. Le preparó una taza de té a Galaad, luego le llevó al salón.
Galaad vio el grial en la repisa de la chimenea e hincó la rodilla. Puso la taza de té con cuidado sobre la alfombra rojiza. Un rayo de luz atravesó los visillos y le ti?ó el rostro sobrecogido con la luz dorada del sol y le convirtió el pelo en un halo plateado.
—Es realmente el Santo Grial —dijo, en voz muy baja. Pesta?eó los ojos azul pálido tres veces, muy rápido, como si estuviese conteniendo las lágrimas.
Inclinó la cabeza como si rezara en silencio.
Galaad se volvió a poner de pie y se giró hacia la Sra. Whitaker.
—Gentil se?ora, guardiana de lo más sagrado entre lo sagrado, permítame que ahora parta de este lugar con el cáliz bendito, para que mis viajes finalicen y yo haya llevado a cabo mi gesta.
—?Disculpe? —dijo la Sra. Whitaker.
Galaad se acercó a ella y le cogió las viejas manos.
—Mi búsqueda ha concluido —le dijo—. El Santo Grial está por fin a mi alcance.
La Sra. Whitaker frunció la boca.
—?Puede recoger su taza de té y su platito, por favor? —dijo.
Galaad recogió su taza de té, disculpándose.
—No. Creo que no —dijo la Sra. Whitaker—. Me gusta ahí donde está. Es el sitio perfecto, entre el perro y la fotografía de mi Henry.
—?Es oro lo que necesita? ?Es eso? Se?ora, le traeré oro…
—No —dijo la Sra. Whitaker—. No quiero oro, gracias. Sencillamente, no me interesa.
Acompa?ó a Galaad hasta la puerta de la calle.
—Encantada de haberle conocido —dijo.
El caballo estaba inclinando la cabeza por encima de la verja del jardín, mordisqueando los gladiolos de la Sra. Whitaker. Varios ni?os del vecindario estaban en la acera, observándolo.
Galaad cogió unos terrones de azúcar de la alforja y les ense?ó a los ni?os más valientes a dar de comer al caballo, con las manos extendidas. Los ni?os se rieron. Una de las chicas mayores le acarició la nariz al caballo.
Galaad montó de un salto con un movimiento fluido. Entonces, el caballo y el caballero se marcharon trotando por la calle Hawthorne.