Humo yespejos

Me gusta pensar en este cuento como si fuera un virus. Una vez leído, quizá nunca se pueda volver a leer el cuento original del mismo modo.

 

Me gustaría darle las gracias a Greg Ketter, cuya editorial DreamHaven Press publicó varios de estos cuentos en Angels and Visitations (?ángeles y apariciones?), una antología de ficción, rese?as, periodismo y cosas que yo había escrito, y que publicó otros cuentos en dos folletos en beneficio del Fondo para la Defensa Legal de los Cómics.

 

Quiero darle las gracias a la multitud de editores que me encargaron, aceptaron y reimprimieron los diversos cuentos de este libro, y a todos los que hicieron las lecturas preliminares (ya sabéis quiénes sois) que soportaron el que les entregara los cuentos, se los enviara por fax o por e-mail, que leyeron todo lo que les enviaba y que me dijeron, a menudo muy claramente, lo que había que arreglar. A todos ellos, gracias. Jennifer Hershey guió este libro desde que era una idea hasta que se hizo realidad con paciencia, encanto y sabiduría editorial. Nunca se lo podré agradecer bastante.

 

Todos estos cuentos son una reflexión de o sobre algo y no son más sólidos que una bocanada de humo. Son mensajes de la Tierra del Espejo y cuadros en las nubes cambiantes: humo y espejos, no son más que eso. Pero disfruté escribiéndolos y ellos, a su vez, me gusta imaginar, agradecen que alguien los lea.

 

Bienvenidos.

 

 

—Neil Gaiman,

 

Diciembre de 1997

 

 

 

 

 

CABALLERíA

 

 

La Sra. Whitaker encontró el Santo Grial; estaba debajo de un abrigo de piel.

 

Cada jueves por la tarde la Sra. Whitaker caminaba hasta la oficina de correos para recoger la pensión, aunque sus piernas ya no eran como antes, y de regreso a casa solía entrar en la Tienda de Oxfam y comprarse alguna cosita.

 

La Tienda de Oxfam vendía ropa vieja, chucherías, restos de serie, cosas variadas y grandes cantidades de libros viejos, todo donaciones: restos de segunda mano, a menudo liquidaciones de las casas de los muertos. Las ganancias eran todas para un fin benéfico.

 

Los empleados de la tienda eran voluntarios. La voluntaria de turno esa tarde era Marie, de diecisiete a?os, un poco gorda y con un jersey ancho malva que parecía comprado en aquella tienda.

 

Marie estaba sentada junto a la caja, con un ejemplar de la revista Mujer moderna, y estaba rellenando el cuestionario ?Revela tu personalidad secreta?. De vez en cuando, le daba la vuelta a la última página de la revista y comprobaba los puntos correspondientes a las respuestas A), B) o C), antes de decidir cómo contestaría a la pregunta.

 

La Sra. Whitaker se entretuvo mirando por la tienda.

 

Se fijó en que aún no habían vendido la cobra disecada. Ya llevaba seis meses allí, acumulando polvo, con esos ojos de cristal que miraban torvamente a los percheros y al armario lleno de porcelana desportillada y juguetes mordisqueados.

 

La Sra. Whitaker le dio unas palmaditas en la cabeza al pasar junto a ella.

 

Cogió un par de novelas de Mills & Boon[3] de un estante —Un alma rugiente y Corazón turbulento, a un chelín cada una—, y consideró detenidamente la botella vacía de Mateus Rosé con pantalla decorativa, antes de decidir que en realidad no tenía dónde ponerla.

 

Apartó un abrigo de piel bastante raído, que olía terriblemente a naftalina. Debajo había un bastón y un ejemplar manchado de agua de Romance y leyendas de caballeros, de A. R. Hope Moncrieff, al precio de cinco peniques. Junto al libro, de lado, estaba el Santo Grial. Tenía una etiquetita redonda en el pie, en la que estaba escrito el precio con rotulador: 30 p.

 

La Sra. Whitaker cogió la copa de plata polvorienta y la valoró a través de sus gruesas gafas.

 

—Esto es bonito —le dijo a Marie.

 

Marie se encogió de hombros.

 

—Quedaría bien en la repisa de la chimenea.

 

Marie volvió a encogerse de hombros.

 

La Sra. Whitaker le dio cincuenta peniques a Marie, que le dio diez peniques de cambio y una bolsa de papel marrón para que metiera los libros y el Santo Grial. Luego fue al lado, al carnicero, y se compró un buen trozo de hígado. Entonces se fue a casa.

 

El interior de la copa tenía una capa gruesa de polvo rojo oscuro. La Sra. Whitaker la lavó con mucho cuidado y luego la dejó en remojo durante una hora en agua tibia con un chorrito de vinagre.

 

Después la limpió con limpiametales hasta dejarla reluciente y la puso en la repisa de la chimenea del salón, entre un basset de porcelana peque?o y enternecedor y una foto de su difunto marido, Henry, en la playa de Frinton en 1953.

 

Había estado en lo cierto: quedaba bien.

 

Aquella noche, para cenar, se comió el hígado rebozado con cebollas fritas. Estaba muy bueno.

 

A la ma?ana siguiente era viernes; la Sra. Whitaker y la Sra. Greenberg solían visitarse un viernes cada una. Aquel día le tocaba a la Sra. Greenberg visitar a la Sra. Whitaker. Se sentaron en el salón y comieron tejas y bebieron té. La Sra. Whitaker se ponía un terrón de azúcar en el té, pero la Sra. Greenberg se ponía edulcorante, que siempre llevaba en el bolso en un recipiente peque?o de plástico.

 

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