Humo yespejos

Miró la televisión un rato aquella noche y se fue a dormir temprano.

 

El martes pasó el cartero. La Sra. Whitaker estaba arriba en el trastero del último piso, ordenando un poquito, y, como bajaba cada escalón despacio y con cuidado, no llegó a tiempo. El cartero le había dejado una nota en la que decía que había venido a entregar un paquete, pero que no había nadie en casa.

 

La Sra. Whitaker suspiró.

 

Metió la nota en el bolso y fue a la oficina de correos.

 

El paquete era de su sobrina Shirelle, de Sidney, Australia. Contenía fotografías de su marido, Wallace, y de sus dos hijas, Dixie y Violet, y una caracola embalada en algodón.

 

La Sra. Whitaker tenía unas cuantas conchas ornamentales en el dormitorio. Su favorita tenía una vista de las Bahamas pintada con esmalte. Se la había regalado su hermana Ethel, que había muerto en 1983.

 

Puso la caracola y las fotos en la bolsa de la compra. Entonces, al ver que estaba en la zona, pasó por la Tienda de Oxfam de camino a casa.

 

—Hola, Sra. W. —dijo Marie.

 

La Sra. Whitaker la miró. Marie se había pintado los labios (quizá no era el tono que mejor le quedaba ni estaba aplicado muy expertamente, pero, pensó, eso era cuestión de tiempo) y llevaba una falda bastante elegante. Había mejorado mucho.

 

—Oh. Hola, querida —dijo la Sra. Whitaker.

 

—La semana pasada vino un hombre a preguntarme por aquella cosa que usted compró. Aquella copita de metal. Le dije dónde podía encontrarla. No le importa, ?verdad?

 

—No, querida —dijo la Sra. Whitaker—. Me encontró.

 

—Era maravilloso. En serio, era maravilloso —suspiró Marie, nostálgica—. Por él tal vez me habría decidido.

 

—Y hasta tenía un caballo grande y blanco —concluyó Marie. La Sra. Whitaker observó con aprobación que también estaba más derecha.

 

En el estante encontró otra novela de Mills & Boon, Una pasión majestuosa, aunque aún no se había acabado las dos que había comprado la última vez que vino.

 

Cogió el ejemplar de Romance y leyenda de la caballería y lo abrió. Olía a moho. Escrito cuidadosamente con tinta roja en la parte de arriba de la primera hoja ponía: EX LIBRIS FISHER.

 

Lo dejó donde lo había encontrado.

 

Cuando llegó a casa, Galaad la estaba esperando. Estaba paseando a caballo a los ni?os del vecindario, de un extremo a otro de la calle.

 

—Me alegro de que esté aquí —dijo ella—. Tengo unas maletas que hay que cambiar de sitio.

 

Le llevó al trastero del último piso. él le apartó todas las maletas viejas para que ella pudiese llegar al armario del fondo.

 

Allí arriba todo estaba cubierto de polvo.

 

La Sra. Whitaker le tuvo allí casi toda la tarde, cambiando cosas de sitio, mientras ella quitaba el polvo.

 

Galaad tenía un corte en la mejilla y un brazo algo rígido.

 

Hablaron un poco mientras ella quitaba el polvo y ordenaba. La Sra. Whitaker le habló de su difunto marido, Henry; y de que el seguro de vida había pagado la casa; y de que tenía todas esas cosas pero que no tenía a quién dejárselas, en realidad no tenía a nadie más que a Ronald pero a su mujer sólo le gustaban las cosas modernas. Le explicó cómo había conocido a Henry durante la guerra, cuando él estaba en el grupo de precaución contra ataques aéreos y ella no había corrido del todo las cortinas de oscurecimiento; le habló de los bailes de seis peniques a los que iban en la ciudad; y de que habían ido a Londres cuando la guerra ya había acabado y ella se había tomado su primer vaso de vino.

 

Galaad le habló a la Sra. Whitaker de su madre, Elaine, que era veleidosa y no era mejor de lo que debería haber sido y además un poco bruja para rematarla; y de su abuelo, el rey Pelés, que era bienintencionado, aunque lo menos que se podía decir de él era que era un poco distraído; y de su juventud en el Castillo de Bliant en la Isla de la Alegría; y de su padre, a quien conocía como ?Le Chevalier Mal Fet?, que estaba más o menos completamente loco y que era en realidad Lanzarote del Lago, el mejor de los caballeros, disfrazado y desprovisto de ingenio; y de sus días como joven escudero en Camelot.

 

A las cinco, la Sra. Whitaker inspeccionó el trastero y decidió que merecía su aprobación; entonces abrió la ventana para que se aireara la habitación, y bajaron a la cocina, donde ella puso agua a hervir para el té.

 

Galaad se sentó a la mesa de la cocina.

 

Abrió el bolso de piel que llevaba a la cintura y sacó una piedra blanca y redonda. Tenía el tama?o aproximado de una pelota de criquet.

 

—Mi se?ora —dijo—, esto es para usted, a cambio del Santo Grial.

 

La Sra. Whitaker cogió la piedra, que era más pesada de lo que parecía, y la puso a contraluz. Era lechosa y translúcida y, en su interior, partículas de plata emitían destellos a la luz del sol vespertino. Era cálida al tacto.

 

Entonces, mientras la sostenía, una sensación extra?a se fue apoderando de ella: en lo más profundo de su ser sintió quietud y una especie de paz. Serenidad, eso era; se sentía serena.

 

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