Humo yespejos

La Sra. Whitaker los siguió con la mirada hasta que los perdió de vista, entonces suspiró y volvió adentro.

 

El fin de semana fue tranquilo.

 

El sábado la Sra. Whitaker fue en autobús a Maresfield para visitar a su sobrino Ronald, su mujer Euphonia y sus hijas, Clarissa y Dillian. Les llevó un pastel de pasas que había hecho ella misma.

 

El domingo por la ma?ana la Sra. Whitaker fue a misa. La iglesia del barrio era la de Santiago el Menor, que era un poco más ?No pienses en esto como si fuera una iglesia, sino como en un lugar donde amigos de ideas afines se reúnen y son felices? de lo que a la Sra. Whitaker le hacía sentirse totalmente cómoda, pero le gustaba el párroco, el reverendo Bartholomew, cuando no estaba tocando la guitarra.

 

Después del oficio religioso, pensó en mencionarle que tenía el Santo Grial en el salón, pero al final decidió no decírselo.

 

El lunes por la ma?ana, la Sra. Whitaker estaba trabajando en el jardín de atrás. Tenía un peque?o herbario del que estaba orgullosísima: eneldo, verbena, menta, romero, tomillo y casi una selva de perejil. Estaba de rodillas, con unos guantes gruesos de jardinería de color verde, y estaba arrancando las malas hierbas, cogiendo babosas y metiéndolas en una bolsa de plástico.

 

La Sra. Whitaker era muy bondadosa cuando se trataba de babosas. Las llevaba a la parte de atrás de su jardín, que limitaba con la vía férrea, y las tiraba por la verja.

 

Cortó un poco de perejil para la ensalada. Alguien tosió detrás de ella. Galaad estaba allí, alto y hermoso, y su armadura brillaba a la luz del sol de la ma?ana. En los brazos llevaba un paquete largo, envuelto en cuero engrasado.

 

—He vuelto —dijo.

 

—Hola —dijo la Sra. Whitaker. Se levantó, bastante despacio, y se quitó los guantes de jardinería—. Bueno —dijo—, ya que está aquí, puede echarme una mano.

 

Le dio la bolsa de plástico llena de babosas y le dijo que las tirase detrás de la verja.

 

él lo hizo.

 

Entonces entraron en la cocina.

 

—?Té? ?O limonada? —preguntó ella.

 

—Lo que usted tome —dijo Galaad.

 

La Sra. Whitaker sacó una jarra de limonada casera de la nevera y mandó a Galaad a por una ramita de menta. Escogió dos vasos largos. Lavó la menta con cuidado y puso unas cuantas hojas en cada vaso, entonces echó la limonada.

 

—?Su caballo está fuera? —preguntó ella.

 

—Sí. Se llama Grizzel.

 

—Y supongo que vienen de lejos.

 

—De muy lejos.

 

—Ya veo —dijo la Sra. Whitaker. Cogió un cuenco de plástico azul de debajo del fregadero y lo llenó de agua hasta la mitad. Galaad se lo llevó a Grizzel. Esperó mientras el caballo bebía y le devolvió el cuenco vacío a la Sra. Whitaker.

 

—Bien —dijo ella —, supongo que aún anda tras el Grial.

 

—Sí, aún busco el Santo Grial —dijo él. Recogió el paquete de cuero del suelo, lo puso sobre el mantel y lo desenvolvió—. Por él, le ofrezco esto.

 

Era una espada, la hoja medía más de un metro. Había palabras y símbolos trazados elegantemente a lo largo de la hoja. La empu?adura era de plata y oro labrados y había una gran gema engarzada en el pomo.

 

—Es muy bonita —dijo la Sra. Whitaker, sin convicción.

 

—ésta —dijo Galaad—, es la espada Balmung, forjada por Wayland el Herrero en los albores del tiempo. Su hermana gemela es Flamberge. Quien la lleva es inexpugnable en la guerra, invencible en la batalla. Quien la lleva es incapaz de un acto cobarde o de uno innoble. Engarzada en el pomo está el sardónice Bircone, que protege a su due?o del veneno vertido disimuladamente en vino o cerveza y de la traición de los amigos.

 

La Sra. Whitaker miró la espada detenidamente. ?Debe de estar muy afilada?, dijo, al cabo de un rato.

 

—Puede cortar en dos un cabello al vuelo. Más aún, podría cortar un rayo de sol —dijo Galaad, con orgullo.

 

—Bueno, entonces, quizá debería guardarla —dijo la Sra. Whitaker.

 

—?No la quiere? —Galaad parecía decepcionado.

 

—No, gracias —dijo la Sra. Whitaker. Se le ocurrió que a su difunto marido, Henry, le habría gustado bastante. La habría colgado en la pared de su estudio, junto a la carpa disecada que había pescado en Escocia, y se la habría mostrado a las visitas.

 

Galaad envolvió otra vez la espada Balmung en el cuero engrasado y la ató con una cuerda blanca.

 

Se quedó allí sentado, desconsolado.

 

La Sra. Whitaker le preparó unos bocadillos de crema de queso y pepino para el viaje de vuelta y los envolvió en papel parafinado. Le dio una manzana para Grizzel. Galaad parecía muy contento con ambos regalos.

 

La Sra. Whitaker les dijo adiós con la mano.

 

Aquella tarde fue en autobús hasta el hospital para ver a la Sra. Perkins, que seguía allí por su cadera, la pobre. Le llevó un poco de plumcake casero, aunque no le había puesto las nueces de la receta, porque la Sra. Perkins ya no tenía los dientes como antes.

 

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