—Entonces, ?quieres que te pida cita con Ford? —preguntó Jenks dubitativo.
?Ah, sí!, pensé gui?ando lo ojos mientras consideraba la idea. Quería saber quién había matado a Kisten e intentado someterme, pero me daba un miedo atroz. Leyendo en la húmeda noche que el dolor todavía era muy reciente, Ivy sacudió la cabeza.
—Primero, déjame ver lo que puedo averiguar. Alguien tiene que saber algo.
En aquel momento, al miedo que sentía por mí misma se unió el que sentía por ella.
—No. Puedo hacerlo —dije—. Quienquiera que lo hiciera, se trata de un no muerto, y resulta mucho más seguro que yo pase dos horas en el diván de Ford que tú tengas que involucrarte en sus sucios asuntos.
El perfecto rostro de Ivy se contrajo a modo de protesta, pero antes de que pudiera decir nada, volví a estornudar. ?Maldita sea! ?Ya voy!
Desde el hombro de Ivy, Jenks rezongó.
—?Como si Ivy tuviera algún problema en curiosear un poco por los bajos fondos! No nos pasará nada. Kisten no me tenía a mí para guardarle las espaldas.
Ambos me miraban con determinación, y yo solté un suspiro.
—De acuerdo —accedí, y estornudé de nuevo—. Tengo que irme.
Cabrón impaciente. Aquello era tan odioso como tener esperando a tu chico fuera de casa sin parar de sonar el claxon.
Entonces agarré con fuerza al se?or Pez y empecé a bajar las escaleras. El olor del marchito jardín era muy fuerte, y mis tobillos empezaron a mojarse. Tras de mí, oí que Jenks le preguntaba algo a Ivy.
—Ya te lo explicaré luego —le susurró ella.
—?Chicos! —grité por encima del hombro—. ?Siento dejaros con todo este lío!
Dios, me sentía como si me fuera de campamento.
—?No te preocupes!
Delante de mí se encontraba la línea luminosa y, conforme me acercaba, ac-tivé mi segunda visión. Como sospechaba, Al estaba justo encima, moviéndose nerviosamente con los faldones de la chaqueta al viento. La lluvia no lo tocaba, y cuando me detuve tímidamente para echar un último vistazo a la iglesia, me miró con expresión interrogante. No era el miedo lo que hizo que me diera la vuelta, sino la satisfacción.
El templo estaba cubierto por una neblina rojiza por el efecto del solapamiento con siempre jamás, pero como todavía no había pisado la línea, todavía podía ver a Ivy y a Jenks en el escalón más alto, protegiéndose de la lluvia. Ivy tenía un brazo apoyado en su cintura, aunque, cuando me vio mirarla, lo dejó caer. No estaba dispuesta a agitar la mano para despedirse, pero sabía que, en el fondo, sentía verme marchar, y que tanto ella como Jenks, estarían muy preocupados mientras estuviera fuera. Jenks, apoyado en su hombro, despedía unas chispas plateadas y supuse que, probablemente, estaría contándole alguno de sus chistes verdes. Habían encontrado el modo de darse fuerza el uno al otro, y yo volvería muy pronto.
Yo me despedí con la mano, me coloqué un mechón de pelo detrás de la oreja y me giré hacia Al con decisión. El demonio aguardaba con impaciencia, y me hizo un desagradable gesto, como si me estuviera preguntando dónde estaba el problema. Sin embargo, a pesar de que me dirigía a siempre jamás, ya no tenía miedo.
Ya no le debía ningún favor a Newt, y estaba convencida de que me dejaría en paz a no ser que yo fuera a por ella. Y eso no iba a suceder jamás. Había hecho un pacto infernal con un demonio pero, a cambio, había obtenido una jugosa recompensa: la seguridad de los que amaba, y la mía propia. Con ayuda de Jenks, había conseguido robar algo que había permanecido inaccesible durante toda la historia de siempre jamás, y había sobrevivido al desenlace. Había salvado al imbécil de Trent y, con un poco de suerte, también saldría con vida de aquello. El bebé de Ceri y, por extensión, todos los elfos, saldrían adelante. Sin duda, lo mejor de todo era lo que estaba dejando atrás, segura de que iba a volver.
Tenía mi iglesia y tenía a mis amigos. Tenía una madre que me amaba, y una especie de padre que, a pesar de ser un co?azo, le iba a devolver la felicidad. Con todo eso, ?qué importancia tenía que mis hijos, si alguna vez los tenía, fueran demonios? Quizá mi madre tenía razón. Tal vez había alguien ahí fuera capaz de comprender que, si lo poníamos en una balanza, las ventajas superaban a los inconvenientes. Y, ?quién sabe?, para cuando encontrara a alguien así, qui-zá habría mejorado tanto mis capacidades que ni siquiera Newt se atrevería a ponernos un dedo encima.
Por primera vez en mucho tiempo, sabía quién era y adonde iba. Y en aquel preciso instante, me dirigía… Me dirigía, felizmente, hacia siempre jamás.
KIM HARRISON, nació y creció en el Medio Oeste de Estados Unido. Después de licenciarse en Ciencias, se mudó a Carolina del Sur, donde vive desde entonces. Ha sido galardonada con premios como el PEARL y el Romantic Times, y figura de manera habitual en la lista de superventas de The New York Times.