Los murciélagos, que anteriormente habían decorado la iglesia, habían sido reemplazados por una guirnalda de patucos azules y blancos que habíamos comprado en una tienda y que colgaba de un extremo a otro del santuario. En la mesa de café había un recortable de una cigüe?a, y el piano de Ivy estaba cubierto de manteles de papel amarillos y verdes. La tarta de color blanco, que reposaba encima, estaba rodeada de un montón de pixies que se acercaban peli-grosamente a la pasta de azúcar. El resto de los hijos de Jenks se arremolinaban alrededor de Ceri, profiriendo exclamaciones de asombro al ver las botitas y el cuello de encaje que habían confeccionado Matalina y sus hijas mayores.
La feliz elfa estaba sentada frente a mí, en la silla de Ivy, rodeada de pixies, regalos y papel de envolver. Se la veía radiante, y aquello me hizo sentir bien. En el exterior, la incesante lluvia había hecho que oscureciera antes de tiempo, pero en la iglesia se vivía un ambiente cálido y agradable que rebosaba paz y compa?erismo.
Es un poco pronto para celebraciones. Al fin y al cabo, solo está embarazada de un mes, pensé dejándome caer sobre los almohadones mientras Ceri leía la tarjeta de mi madre con un paquete sobre el regazo cuyo tama?o recordaba sospechosamente al de un humidificador. No obstante, la cara de satisfacción de Ceri me decía que habíamos hecho lo correcto. Necesitábamos celebrar el comienzo de una vida. De lo que fuera.
Ivy se encontraba a mi izquierda, hecha un ovillo en la esquina del sofá, como si ya no conociera sus límites. Llevaba así toda la semana, pululando por la casa con expresión dubitativa, y verla así me sacaba de quicio. El primer regalo que había abierto Ceri había sido el suyo, un impresionante y vistoso traje para el bautizo de encaje absolutamente precioso. La desmesurada reacción de Ceri había hecho que se sonrojara, y yo estaba segura de que había elegido un traje tan femenino porque ella también había renunciado a la posibilidad de ser madre. A pesar de que jamás había hablado de ello, sabía que prefería no tener hijos a transmitirle su sufrimiento vampírico a alguien a quien amaba, especialmente si se trataba de un ser inocente e indefenso que dependería de ella para todo.
Tras aplastar las migas de mi trozo de pastel con el tenedor y metérmelas en la boca, me quedé mirando el regalo conjunto que le habíamos hecho Jenks y yo, preguntándome qué decía sobre nosotros. Yo había comprado unos bloques de construcción de madera de secuoya, y él los había decorado con las letras del alfabeto, acompa?ados de una serie de flores y bichitos. Estaba preparando otro juego para sus hijos, decidido a que todos ellos aprendieran a leer antes de la primavera.
Los pixies echaron a volar encantados cuando Ceri retiró el papel de re-galo dejando al descubierto el… humidificador, con un suntuoso atomizador incorporado, para ?arrullar a tu hijo… incluso en las noches más difíciles?. Yo me mantuve al margen, pero mi madre se arrodilló junto a Ceri mientras desenvolvía el termómetro y las gasas para hacer eructar al bebé, que había incluido en el paquete.
—Ya verás, Ceri —decía mi madre mientras la elfa de aspecto juvenil sacaba aquella monstruosidad verde de la caja—. Es mano de santo. Rachel era muy llorona, pero, en cuanto le ponía un poco de esencia de lila en el…, se quedaba frita. —En aquel momento me miró sonriente, con aquel nuevo peinado que le daba un aspecto tan diferente—. Y viene de maravilla cuando pillan la laringitis espasmódica. Robbie nunca la cogió, pero a la pobre Rachel, todos los inviernos le entraban unas toses que me tenían con el corazón en un pu?o.
Imaginando que estaba a punto de contar una de sus historias, cogí unos cuantos platos y me levanté.
—Perdonadme —dije batiéndome en retirada en dirección a la cocina mientras mi madre empezaba a relatar la vez en que había estado a punto de ahogarme. Ceri parecía sinceramente horrorizada, y yo entorné los ojos para darle a en-tender que simplemente le gustaba dramatizar.