El libro del cementerio

Entonces algo ocurrió en la mente de Scarlett: fue como si, de repente, todo se acelerara y diera vueltas, y se vio envuelta en una especie de remolino negro y un montón de imágenes se le sucedieron a toda velocidad…

 

 

—?Ahora lo recuerdo todo! —exclamó la chica. Pero lo dijo en la soledad de su habitación, y ninguna voz le respondió; sólo se oía el ruido lejano de un camión que pasaba por la carretera.

 

Nad guardaba un montón de comida almacenada en la cripta, así como en las tumbas y mausoleos más gélidos del cementerio. Silas se quiso asegurar de que no le faltara alimento, así que tenía suficiente para un par de meses. Porque, a menos que su tutor o la se?orita Lupescu lo acompa?aran, no debía salir de aquel lugar.

 

Echaba de menos el mundo que había más allá de la verja del cementerio, pero sabía que no era un sitio seguro para él; todavía no. En el cementerio, sin embargo, era due?o y se?or de todo, y él se sentía orgulloso de ello y lo amaba como sólo un chico de catorce a?os es capaz de amar.

 

Y aun así…

 

En el camposanto, la gente no cambiaba nunca, de modo que los ni?os con los que Nad jugaba cuando era peque?o continuaban siendo ni?os: Fortinbras Bartleby, que fue su mejor amigo durante la infancia, era ahora cuatro o cinco a?os menor que él, y cada vez tenían menos en común; Thackeray Porringer tenía la misma edad y estatura que Nad, y parecía entenderse bastante mejor con él (por las noches salían los dos juntos a pasear, y Thackeray le contaba las desventuras que sufrieron sus amigos). Normalmente, al final de estas historias, los amigos de Porringer acababan siendo ahorcados por algún delito que no cometieron, aunque a veces simplemente los deportaban a las colonias americanas y así, mientras no regresaran a Inglaterra, lograban evitar la horca.

 

En cambio, Liza Hempstock, que había sido su amiga durante los últimos seis a?os, sí había cambiado en cierto modo: ahora ya no salía a su encuentro cuando iba a la fosa común a visitarla, y en las raras ocasiones en las que lo hacía, estaba de mal humor, con ganas de pelea o directamente grosera.

 

Nad se lo comentó al se?or Owens, quien, tras unos instantes de reflexión, le dijo:

 

—Las mujeres son así. Te apreciaba cuando eras un ni?o, pero has crecido, y ahora no sabe muy bien qué clase de persona eres. Cuando yo era peque?o, iba todos los días al estanque de los patos a jugar con una ni?a, hasta que un día, cuando tenía más o menos tu edad, ella me tiró una manzana a la cabeza y ya no volvió a dirigirme la palabra hasta que cumplí los diecisiete.

 

La se?ora Owens, muy digna, lo corrigió:

 

—No fue una manzana, sino una pera. Y volví a hablarte mucho antes, porque recuerdo que bailamos juntos una pieza en la boda de tu primo Ned, que se celebró dos o tres días después de que cumplieras los dieciséis.

 

—Es cierto, querida, qué mala memoria la mía replicó el se?or Owens y, gui?ándole un ojo a Nad, articuló sólo con los labios—: ?Diecisiete?.

 

Nad no se permitía tener amigos entre los vivos. De ese modo, según aprendió después de su breve experiencia como escolar, se ahorraba un montón de problemas.

 

Sin embargo, nunca se olvidó de Scarlett y la echó de menos durante a?os, pero a esas alturas ya se había hecho a la idea de que no volvería a verla nunca más. Y ahora había regresado y visitado el cementerio, aunque no la había reconocido…

 

El chico estaba explorando a fondo la tupida selva de hiedra y árboles que convertían el cuadrante noroeste del cementerio en una zona muy peligrosa; incluso había carteles que advertían del peligro a los visitantes, pero en realidad no hacían ninguna falta. Lo que había al final del Paseo Egipcio era un lugar inhóspito y tétrico; en los últimos cien a?os, la naturaleza se había ido adue?ando de esa zona, y las lápidas estaban caídas en el suelo; nadie visitaba ya aquellas tumbas, que en su mayor parte habían quedado enterradas bajo la hiedra y las hojas que habían ido cayendo de los árboles a lo largo de los últimos cincuenta a?os. Todos los senderos habían desaparecido y el lugar era intransitable.

 

Nad caminaba con cautela, pues conocía bien el terreno y sabía lo peligroso que podía ser.

 

Cuando tenía nueve a?os, explorando por allí, dio un paso en falso y cayó en una fosa que tenía unos seis metros de profundidad. Era una tumba que, seguramente, estaba pensada para albergar varios ataúdes, pero no tenía lápida y sólo había un ataúd; éste contenía los restos mortales de un médico bastante irascible llamado Carstairs, quien se alegró mucho al ver a Nad por allí e insistió en examinarle la mu?eca (pues se la torció al caer, intentando agarrarse a una raíz), antes de que el chico lograra convencerlo para que fuera a buscar ayuda.

 

Pero ahora Nad no había ido allí para explorar, sino porque necesitaba hablar con el poeta.

 

El poeta se llamaba Nehemiah Trot, y en su tumba, cubierta de maleza, se leía la siguiente inscripción: Aquí yacen los restos mortales de Nehemiah Trot poeta 1741-1774 Los cisnes cantan antes de morir.

 

—?Maese Trot? Necesito consultarle algo.

 

Neil Gaiman's books