El libro del cementerio

El viento agitaba las ramas de los árboles que estaban al otro lado de la tapia.

 

Scarlett echó a andar colina abajo; ésta era precisamente la razón por la que necesitaba un teléfono móvil. Su madre se ponía histérica en cuanto se retrasaba cinco minutos pero, incluso así, no había manera de que se lo comprara. Pues qué bien. Otra bronca más. Al fin y el cabo, no sería la primera, ni tampoco la última.

 

Había llegado a las gigantescas puertas de hierro, que estaban abiertas. Se asomó para echar un vistazo y…

 

—?Qué raro! —dijo en voz alta.

 

Hay una expresión, déjá vu, que se emplea para describir esa percepción que uno tiene a veces de haber estado anteriormente en un lugar cuando en realidad es la primera vez que lo ve, como si lo hubiera contemplado en sue?os o algo así. Scarlett había experimentado esa sensación muchas veces, por ejemplo, cuando un profesor le contaba que había ido de vacaciones a Inverness, y ella tenía la impresión de que ya lo sabía, o cuando a alguien se le caía una cuchara al suelo y ella creía que no era la primera vez que sucedía. Pero esto era diferente. No es que tuviera la sensación de haber estado antes en ese lugar, sino que sabía a ciencia cierta que había estado allí.

 

Así que cruzó las puertas y entró en el cementerio Una urraca levantó el vuelo, exhibiendo en todo su esplendor del plumaje negro, blanco y verde iridiscente fue a posarse en las ramas de un tejo, y desde allí observó a la chica.

 

?A la vuelta de esa esquina, pensó Scarlett, hay una iglesia y un banco delante de ésta.? Y al llegar a dicha esquina vio una iglesia (mucho más peque?a que la que ella recordaba), un peque?o templo de estilo gótico y aspecto algo siniestro, y su correspondiente campanario delante mismo había un viejo banco de madera. Scarlet se sentó en él, balanceando los pies en el aire como si todavía fuera una ni?a peque?a.

 

—Hola. Ejem… ?Hola? —dijo una voz a sus espaldas—. Ya sé que es casi un abuso por mi parte, pero ?podrías ayudarme a sujetar…? En fin, que me vendría muy bien otro par de manos si no es mucha molestia.

 

Scarlett se volvió y vio a un hombre, que vestía una gabardina de color beige, agachado frente a una lápida; sostenía en la mano un papel de gran tama?o. Ella se levantó y se le aproximó corriendo.

 

—Sujétalo así —le indicó el hombre—. Una mano aquí, y la otra, aquí, eso es. Un abuso por mi parte, lo sé. No sabes cómo te lo agradezco.

 

Cerca del hombre, había también una caja de galletas, de la que sacó un carboncillo del tama?o de una vela peque?a, y lo frotó sobre el papel con movimientos precisos. Al parecer, tenía mucha práctica.

 

—Ya está —dijo con jovialidad—. Aquí la tenemos…

 

—?Uuupa! Y este adorno de aquí me parece que es una hoja de hiedra; en la época victoriana eran muy aficionados a ponerla en todas partes, por su contenido simbólico, ya sabes… Pues esto ya está. Ya puedes soltarlo si quieres.

 

El hombre se puso en pie y se pasó la mano por sus canosos cabellos.

 

—?Ay! Necesitaba estirar las piernas; se me estaban durmiendo —explicó—. Bien. ?Qué te parece?

 

Líquenes verdes y amarillos recubrían la lápida, pero estaba tan desgastada que apenas se podía leer la inscripción; en cambio, ésta había quedado limpiamente reflejada en el calco.

 

—Majella Godspeed, soltera de esta parroquia, 1791-1870. ?Su vida se extinguió, mas continúa viva en el recuerdo.? —leyó Scarlett en voz alta.

 

—Y, a estas alturas, ni eso —dijo el hombre sonriendo tímidamente y parpadeando tras los peque?os y redondos cristales de sus gafas, que en cierto modo le conferían el aspecto de un amigable buho.

 

Una gruesa gota de lluvia cayó sobre el papel, y el hombre lo enrolló a toda prisa y recogió la caja en la que guardaba los carboncillos. Como continuaba chispeando, se?aló una carpeta que estaba apoyada contra una lápida; Scarlett la recogió y lo siguió hasta el diminuto porche de la iglesia.

 

—Muchísimas gracias —dijo el desconocido—. Seguramente no será más que un chaparrón. Según el hombre del tiempo, hoy disfrutaríamos de una tarde bastante soleada.

 

Una ráfaga de viento muy frío parecía querer contradecir las previsiones de los meteorólogos y, de pronto, se puso a llover a cántaros.

 

—Sé lo que estás pensando —dijo el hombre.

 

—?Ah, sí? —replicó ella. En realidad lo que estaba pensando era: ?Mi madre me va a matar?.

 

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