El libro del cementerio

—Si Silas hubiera acabado con él entonces, yo no tendría nada que temer ahora y podría ir a donde quisiera.

 

—Silas sabe más que tú de todo esto, más que cualquiera de nosotros. Y también sabe mucho sobre la vida y la muerte —afirmó la se?ora Owens—. No es algo tan simple.

 

—?Cómo se llamaba el tipo que los mató?

 

—No nos lo dijo. Al menos, en aquel momento no lo hizo.

 

Nad ladeó la cabeza y clavó en ella sus ojos grises como nubes de tormenta.

 

—Pero sabes cómo se llama, ?verdad?

 

—Nad, tú no puedes hacer nada.

 

—Te equivocas. Puedo aprender todo lo que necesito saber, tanto como sea capaz. Ya he aprendido a reconocer las puertas de los ghouls y a hacer Visitas Oníricas; la se?orita Lupescu me ense?ó a leer en las estrellas y Silas, a guardar silencio; sé cómo Hechizar a una persona, practico la Desaparición y conozco este cementerio palmo a palmo.

 

La se?ora Owens puso una mano en el hombro de su hijo.

 

—Algún día… musitó, pero titubeó un momento. Algún día ella ya no podría acariciarlo. Algún día él se marcharía.

 

—Algún día… —Y luego, cambiando de tema, comentó—: Silas me dijo que el hombre que mató a tu familia se llamaba Jack.

 

Nad se quedó callado, y poco después asintió lentamente con la cabeza.

 

—Oye, mamá.

 

—?Qué, hijo mío?

 

—?Cuándo volverá Silas?

 

El viento de medianoche era frío y venía del norte. La se?ora Owens ya no estaba enfadada. Ahora sólo temía por su hijo.

 

—Ojalá lo supiera, mi vida, ojalá lo supiera —se limitó a responder.

 

Sentada en el piso superior del vetusto autobús, Scarlett Amber Perkins, de quince a?os de edad, era en ese momento un cúmulo de ira y rencor. Odiaba a sus padres por haberse separado; odiaba a su madre por marcharse de Escocia; odiaba a su padre porque le daba la impresión de que no le importaba que se marchara; odiaba aquella ciudad por ser tan diferente (no tenía nada que ver con Glasgow, la ciudad en la que se había criado), y la odiaba porque cada dos por tres, al doblar una esquina, veía cosas que lograban que todo le pareciera dolorosa y horriblemente familiar.

 

Aquella misma ma?ana, hablando con su madre, había estallado.

 

—?Por lo menos en Glasgow tenía amigos! —había dicho Scarlett, medio a voces, medio llorosa—. ?Y ya no volveré a verlos nunca más!

 

—Al menos éste no es un lugar desconocido para ti; ya has vivido aquí antes. Quiero decir que vivimos en esta ciudad algún tiempo cuando eras peque?a —replicó su madre.

 

—Pues yo no me acuerdo. Y no conozco a nadie aquí. ?O es que quieres que me ponga a buscar a mis viejos amigos de cuando tenía cinco a?os? ?Es eso lo que pretendes?

 

—Mira, hija, haz lo que te dé la gana.

 

En el colegio, Scarlett había pasado todo el día enfadada, y continuaba estándolo. Detestaba su colegio y su vida, en general, y en aquel preciso instante detestaba especialmente el servicio de autobuses de la ciudad.

 

Todos los días, al salir de clase, cogía el autobús de la línea 97, que la dejaba al final de la calle en que se encontraba el apartamento que había alquilado su madre.

 

Aquel desapacible día del mes de abril, llevaba casi media hora esperando en la parada y en todo ese tiempo no había visto pasar ni un solo 97, de modo que cogió el 121, que iba hasta el centro de la ciudad. Pero, allí donde el otro autobús giraba siempre a la derecha, éste giró a la izquierda, se adentró en el casco antiguo, pasó por delante de los jardines municipales, frente al antiguo ayuntamiento, y por delante también de la estatua de Josiah Worthington, baronet, y finalmente, enfiló la carretera que subía por la colina, a cuyos lados se sucedían las viviendas. Scarlett ya no estaba enfadada, pero ahora se sentía muy desgraciada.

 

Bajó al piso inferior del autobús y, pese a leer el cartel que indicaba a los pasajeros que no debían hablar con el conductor mientras el vehículo estuviera en marcha, dijo:

 

—Disculpe. Yo quería bajar en Acacia Avenue.

 

La mujer que conducía el autobús, una mujerona cuya piel era aún más oscura que la de Scarlett, replicó:

 

—En ese caso, deberías haber cogido el 97.

 

—Pero este autobús va al centro.

 

—Es el final del trayecto, sí. Pero aun así, tendrías que coger un segundo autobús. —La mujer suspiró—. Lo mejor que puedes hacer es bajar aquí mismo e ir andando hasta la parada que hay al pie de la colina, enfrente del ayuntamiento. Ahí puedes coger el 4 o el 58, ninguno de los dos para exactamente en Acacia Avenue, pero te dejarán muy cerca. Baja en el polideportivo y luego continúas a pie. ?Te acordarás de todo?

 

—A ver, el 4 o el 58.

 

—Puedes bajar aquí.

 

El autobús se detuvo varios metros más allá de unas puertas de hierro forjado; el lugar tenía un aspecto de lo más lúgubre. Scarlett se quedó inmóvil frente a las puertas abiertas del autobús hasta que la conductora le dijo:

 

—?Vamos, baja ya!

 

Así lo hizo, y el autobús arrancó estrepitosamente, dejando tras de sí un rastro de humo negro.

 

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