—El hombre que mató a mi primera familia sigue ahí fuera —dijo Nad—. Pero yo necesito aprender más cosas sobre la gente. ?No me vas a dejar salir nunca más del cementerio?
—No. Eso fue un error, y me parece que los dos hemos aprendido la lección.
—?Y entonces, qué vamos a hacer?
—Pues haremos todo lo posible por satisfacer tus deseos de leer y de conocer otras historias y otros mundos. Para algo están las bibliotecas. Hay otras maneras de aprender lo mismo que ense?an en el colegio. Y también tendrás ocasión de relacionarte con los vivos en otras circunstancias, como en el teatro, o en el cine, por ejemplo.
—?Y eso qué es? ?Es como el fútbol? En el colegio me gustaba mucho ver a los chicos jugar al fútbol.
—?El fútbol? Vaya, vaya. Por lo general, los partidos se juegan a una hora demasiado temprana para mí, pero quizá la se?orita Lupescu pueda llevarte a ver uno la próxima vez que nos visite.
—Eso sería genial —dijo Nad. Echaron a andar colina abajo.
—Tanto tú como yo hemos ido dejando demasiadas pistas y rastros que seguir en las últimas semanas. Y sabes que hay gente fuera de aquí que está buscándote.
—Sí, ya me lo has dicho —admitió Nad—. ?Y tú cómo lo sabes? ?Quiénes son? ?Qué quieren de mí?
Pero Silas se limitó a negar con la cabeza, y Nad sabía que ya no le sacaría ni una palabra más, así que, de momento, tendría que darse por satisfecho.
Capítulo7
Todos se llaman Jack
Silas llevaba varios meses como ensimismado, empezó a ausentarse del cementerio con cierta frecuencia y se pasaba fuera varios días o incluso semanas. En Navidad, la se?orita Lupescu volvió al cementerio para sustituirlo durante tres semanas, y solía invitar a Nad a comer en el peque?o apartamento que tenía alquilado en la parte antigua de la ciudad, e incluso lo llevó a ver un partido de fútbol, tal como le había prometido Silas. Pero pasadas las tres semanas, la se?orita Lupescu tuvo que regresar a lo que ella llamaba ?la madre patria?, no sin antes estrujar amorosamente los mofletes de Nad llamándolo Nimini, un apodo cari?oso que ella misma le adjudicó.
De modo que Silas seguía de viaje y la se?orita Lupescu se marchó también. Un día, sentados en la tumba de Josiah Worthington, los se?ores Owens charlaban con el propio Josiah. Los tres estaban muy disgustados.
—?Quieren ustedes decir que no les indicó adonde iba ni quién iba a ocuparse del ni?o mientras él estuviera de viaje? —preguntó Josiah Worthington.
Los se?ores Owens negaron con la cabeza.
—Pero ?dónde ha podido ir?
Ni el se?or Owens ni su esposa pudieron responder a su pregunta, pero él comentó:
—Nunca había estado fuera tanto tiempo. Y cuando decidimos hacernos cargo del ni?o, se comprometió a quedarse aquí, o a buscar a alguien que lo cuidara y le trajera comida llegado el caso de tener que ausentarse varios días. Lo prometió.
—La verdad es que estoy muy preocupada. Seguro que le ha ocurrido algo malo —afirmó la se?ora Owens, y parecía a punto de echarse a llorar, pero, de repente, se puso furiosa—. ?Debería darle vergüenza! ?De verdad no hay manera de localizarlo, de decirle que haga el favor de volver y cumplir lo que prometió?
—No, que yo sepa —respondió Josiah Worthington—. Pero creo que ha dejado dinero en la cripta para la comida del ni?o.
—?Dinero! —exclamó la se?ora Owens—. ?Y de qué nos sirve que haya dejado dinero?
—Nad lo necesitará si tiene que salir a comprar comida —insinuó el se?or Owens, pero su mujer arremetió contra él.
—?Sois todos iguales! —le espetó.
Y dicho esto, se marchó y se fue a buscar a su hijo, a quien encontró, tal como ella esperaba, en la cumbre de la colina contemplando la ciudad.
—Te doy un penique por tus pensamientos —dijo la se?ora Owens.
—Tú no tienes ni un penique —replicó Nad. Tenía ya catorce a?os, y era más alto que su madre.
—Tengo dos en mi ataúd. Probablemente, a estas alturas tendrán cardenillo, pero estoy segura de que aún están ahí.
—Pues estaba pensando en el mundo. ?Quién nos asegura que la persona que mató a mi familia sigue viva y está esperándome ahí fuera?
—Es lo que dice Silas.
—Sí, pero no da más detalles.
—El sólo quiere lo mejor para ti. Y tú lo sabes.
—Gracias —replicó Nad, no muy convencido—. Y entonces, ?dónde está?
La se?ora Owens no supo qué responder.
—El día en que me adoptasteis, tú llegaste a ver al hombre que mató a mi familia, ?verdad?
La se?ora Owens asintió.
—?Cómo era?
—En realidad aquel día yo no tenía ojos más que para ti. Pero déjame pensar… Sí, tenía el cabello oscuro, muy oscuro, la cara angulosa y una expresión ávida y, al mismo tiempo, airada. Me dio mucho miedo. Fue Silas quien lo alejó de aquí.
—?Y por qué no lo mató directamente? —cuestionó Nad, furioso—. Debería haberlo matado entonces.
La se?ora Owens le acarició la mano con sus gélidos dedos, y replicó:
—Silas no es un monstruo, Nad.