Por un momento tuvo la impresión de que alguien lo perseguía, pero en cuanto llegó arriba, al mausoleo de Frobisher, y respiró por fin el fresco aire del amanecer, vio que allí no había nadie más que él.
Saliendo del mausoleo, se sentó en la hierba y sacó el broche del bolsillo. Al principio creyó que era negro, pero a la luz del sol vio que la piedra engastada en la negra filigrana era roja, del tama?o de un huevo de petirrojo, y en ella había una veta en forma de espiral. Se quedó observándola con fijeza y preguntándose si habría algo moviéndose en su interior. Por unos instantes contempló aquella espiral como hipnotizado; de haber sido más peque?o, habría sentido la tentación de metérsela en la boca.
La piedra iba unida a la pieza de metal por una especie de grapa negra y varias patillas, que parecían garras, unidas entre sí por algo semejante a una culebra, pero con demasiadas cabezas para ser ese tipo de reptil.
Nad se preguntó si el Sanguinario tendría el mismo aspecto visto a la luz del día.
Tomando todos los atajos que conocía, bajó por la ladera, se metió por entre la mara?a de hiedra que cubría el panteón de los Bartleby (en cuyo interior se los oía refunfu?ar mientras se preparaban para irse a dormir), y siguió bajando y bajando hasta llegar a la verja. Una vez allí se deslizó por entre los barrotes y se dirigió a la fosa común.
—?Liza! ?Liza! —gritó, y miró alrededor por si acudía a la llamada.
—Buenos días —lo saludó Liza.
Nad no la veía, pero había una sombra bajo el espino y, al acercarse a ella, distinguió una forma blanca y traslúcida que parecía una ni?a de ojos grises.
—A estas horas deberías estar durmiendo como la gente decente —dijo la ni?a—. ?Qué es eso que llevas ahí?
—Tu lápida —respondió Nad—. Sólo quería saber qué debo escribir en ella.
—Mi nombre. Tienes que escribir mi nombre: una E grande, de Elizabeth, como la reina que murió cuando yo nací, y una H igual de grande, de Hempstock. Lo demás me da igual porque nunca he sabido leer.
—?Y las fechas? —preguntó Nad.
—Guillermo el Conquistador mil sesenta y seis —canturreó la ni?a—. Tú sólo pon una E y una H muy grandes.
—?Tenías un oficio? Quiero decir que si, aparte de ser bruja, hacías algo más.
—Lavaba la ropa.
En ese momento la luz del sol inundó el erial, y Nad se encontró de nuevo solo.
Eran las nueve de la ma?ana, y todo el mundo dormía.
Pero Nad estaba decidido a permanecer despierto; al fin y al cabo tenía una misión. Pese a no tener más que ocho a?os, el mundo que había más allá del cementerio no le infundía ningún temor.
Iba a necesitar algo de ropa… Sabía que su atuendo habitual (una sábana gris enrollada a modo de túnica alrededor del cuerpo) no era en absoluto apropiado para andar por ahí. Si se trataba de deambular por el cementerio era más que suficiente, pues el color armonizaba con el de las piedras y las sombras, pero si iba a aventurarse a salir al mundo exterior, necesitaría algo que no llamara la atención.
Había algunas prendas de vestir en la cripta situada detrás de la iglesia en ruinas, pero Nad no quería entrar allí, ni siquiera a plena luz del día. No le importaba tener que dar explicaciones a los se?ores Owens, pero no estaba dispuesto a tener que justificarse ante Silas; se avergonzaba sólo de pensar en cómo lo escrutarían aquellos ojos negros si lo hacía enfadar, o peor aún, si lo decepcionaba.