El libro del cementerio

—Lo has robado. Lo birlaste de un museo o algo parecido, ?no es así?

 

—?No! respondió —categóricamente Nad—. ?Va usted a comprármelo o me lo llevo a ver si puedo vendérselo a otra persona?

 

La expresión de Abanazer se suavizó. De pronto se volvió de lo más afable, le sonrió abiertamente y le dijo:

 

—Perdóname, rapaz. Es que uno no tropieza muy a menudo con objetos como éste; de hecho, es una pieza de museo. Y sí, me encantaría poder quedármela. ?Qué te parece si nos sentamos a tomar una taza de té y unas galletas (precisamente tengo en la trastienda un paquete entero de galletas de chocolate), mientras decidimos cuánto puede valer? ?De acuerdo?

 

Nad sintió un gran alivio al ver aquel cambio de actitud.

 

—Sólo necesito el dinero suficiente para comprar una lápida —explicó—. Es para una amiga mía. Bueno, no es exactamente una amiga, sino una conocida. Me hice da?o en la pierna y ella me ayudó, ?sabe?

 

Bolger, sin prestar demasiada atención a lo que el ni?o decía, lo condujo hasta el almacén, un espacio peque?o y sin ventanas abarrotado de cajas de cartón repletas de mercancías. En un rincón había una caja fuerte, grande y anticuada. Nad vio también un cajón lleno de violines, un montón de animales disecados, sillas rotas, libros y grabados. Junto a la puerta había un escritorio no muy grande.

 

Abanazer Bolger se sentó en la única silla que no estaba rota, pero el ni?o no tuvo más remedio que quedarse de pie. El viejo se puso a buscar algo en un cajón ( Nad vio una botella de whisky en su interior), sacó el paquete de galletas que andaba buscando y le ofreció una; después encendió la lámpara que había encima del escritorio y examinó la pieza de metal sobre la que iba montada la piedra, reprimiendo un leve escalofrío al ver la expresión dibujada en el rostro de las serpientes.

 

—Es muy antiguo —dijo, y pensó para sus adentros: ?… y de un valor incalculable?. Probablemente no valga nada, pero nunca se sabe.

 

Nad se llevó una gran desilusión, pero el hombre le sonrió con afabilidad.

 

—Antes de darte un solo penique por él, quiero asegurarme de que no lo has robado. ?No lo habrás cogido del tocador de tu mamá? ?O de la vitrina de un museo? A mí puedes decirme la verdad; te prometo que no le diré nada a nadie, pero necesito saberlo.

 

Nad negó con la cabeza y siguió masticando su galleta.

 

—Entonces, ?de dónde lo has sacado?

 

Nad se quedó callado.

 

Abanazer Bolger se resistía a soltar el broche, pero lo dejó sobre la mesa y lo empujó hacia el ni?o.

 

—Si no me lo dices, será mejor que te lo lleves. En los negocios, la confianza entre ambas partes es esencial. Ha sido un placer conocerte, aunque siento que no hayamos Podido cerrar el trato.

 

Nad se puso muy serio y, tras unos instantes de difícil reflexión, se decidió a hablar.

 

—Lo encontré en una tumba muy antigua. Pero no puedo decirle con exactitud dónde.

 

No dijo nada más, pues el semblante afable de Bolger se había transformado por completo y su expresión revelaba ahora una avidez y una codicia inquietantes.

 

—?Y hay más como éste allí?

 

—Si no le interesa, buscaré otro comprador. Gracias por la galleta.

 

—Te corre prisa venderlo, ?eh? Tus padres se estarán preguntando dónde andas, ?no?

 

El ni?o negó con la cabeza, pero enseguida se arrepintió de no haber dicho que sí.

 

—O sea que no te espera nadie. Estupendo Abanazer Bolger atrapó el broche con la mano. Pues ahora me vas a decir exactamente dónde lo has encontrado, ?eh?

 

—No me acuerdo —replicó Nad.

 

—Demasiado tarde, amiguito. Te voy a dar un rato para que hagas memoria y trates de recordar dónde lo hallaste. Luego, cuando lo hayas pensado bien, tú y yo tendremos una peque?a charla y me lo contarás.

 

Bolger se levantó, salió del almacén y cerró la puerta con una llave grande de metal. Entonces abrió la mano, miró el broche y sonrió con avidez. El sonido de la peque?a campanilla colocada encima de la puerta le indicó que alguien acababa de entrar en la tienda. Sorprendido, alzó la vista, pero no vio a nadie. Sin embargo, la puerta estaba entreabierta, así que la volvió a cerrar y, por si las moscas, colocó el cartel de cerrado.

 

Para mayor seguridad, echó también el cerrojo; no quería que nadie viniera a meter la nariz en sus asuntos.

 

Era oto?o, y el día había amanecido soleado, pero ahora estaba nublado y una fina lluvia salpicaba el mugriento cristal del escaparate.

 

Abanazer Bolger cogió el teléfono que había sobre el mostrador y, con mano trémula, marcó un número.

 

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