Hustings se quitó la gabardina y la colgó detrás de la puerta.
—?Y de qué se trata? ?Acaso es una valiosa mercancía que cayó de la parte trasera de un camión?
—No, no. Es un auténtico tesoro —afirmó Bolger—. Bueno, en realidad son dos.
Condujo a su amigo hasta el mostrador, y colocó el broche bajo la luz de la lámpara para que Hustings lo viera bien.
—Es una pieza antigua, ?verdad?
—En efecto, es anterior a la era cristiana —precisó Abanazer—, muy anterior. Pertenece a la época de los druidas, previa a la llegada de los romanos. La llaman piedra de serpiente; yo ya había visto piedras similares en algún museo, pero jamás adornadas con un trabajo de orfebrería tan exquisito como éste. Seguramente perteneció a algún rey. El chico que me la trajo dice que la encontró en una tumba. Imagina una carretilla repleta de objetos de este tipo.
—Igual merece la pena llevar este asunto por lo legal —comentó Hustings pensando en voz alta—. Es decir, notificar a las autoridades competentes que hemos hallado un tesoro. Tienen la obligación de comprárnoslo a precio de mercado, y podríamos pedirles que le pusieran nuestro nombre: el legado Hustings-Bolger.
—Bolger-Hustings —lo corrigió automáticamente Abanazer—. Conozco a unos cuantos coleccionistas, gente que maneja mucho dinero, que estarían dispuestos a pagar por este broche una cantidad muy superior a su precio de mercado, si les damos la ocasión de tenerlo entre las manos como lo tienes tú ahora (Hustings lo acariciaba suavemente, como si fuera un gatito). Y no harían preguntas, además.
Bolger alargó el brazo y Hustings, no sin cierta desconfianza, le devolvió el broche.
—Mencionaste dos tesoros —dijo Hustings—. ?Cuál es el otro?
Abanazer cogió la tarjeta, de reborde negro, que había dejado sobre el mostrador y la alzó para mostrársela a su amigo y le preguntó:
—?Sabes qué es esto?
Hustings dijo que no con la cabeza, mientras Abanazer volvía a depositar la tarjeta sobre el mostrador.
—Hay alguien que busca a alguien.
—?Ah, sí?
—Por lo que yo sé, el segundo alguien es un ni?o.
—Ni?os hay a montones por todas partes —replicó Tom Hustings—. Das una patada y salen cien. De lo cual deduzco, que el tipo en cuestión está buscando a un ni?o en particular, ?no es eso?
—Este ni?o en particular parece tener la edad adecuada. La pinta que lleva… En fin, enseguida verás a qué me refiero. Y fue él mismo quien encontró el broche; creo que podría ser él.
—Y si, en efecto, es él, ?qué?
Abanazer Bolger cogió la tarjeta y la agitó lentamente en el aire, como si le hubiera prendido fuego y quisiera avivar la llama.
—Esta vela alumbrará el camino hasta tu cama… —canturreó Bolger.
—… y esta hacha te cortará la cabeza[5] —replicó Hustings, pensativo—. Pero, reflexiona: si citamos al hombre Jack, perderemos al ni?o. Y si perdemos al ni?o, nos quedaremos sin tesoro.
Se pusieron a discutir la cuestión, sopesando los pros y los contras para dilucidar si merecía la pena entregar al ni?o y renunciar al tesoro, que había ido creciendo en su imaginación hasta convertirse en una cueva repleta de valiosísimos objetos y, mientras hablaban, Bolger sacó una botella de licor de endrinas de detrás del mostrador y sirvió dos generosas copas ?para celebrarlo?.
Liza se aburrió pronto de escuchar esta conversación (que no hacía más que dar vueltas y más vueltas entorno a lo mismo, sin llegar a ninguna conclusión), y regresó al almacén. Nad se hallaba de pie en medio de la habitación, con los ojos y los pu?os fuertemente apretados y el rostro contraído, como si le dolieran mucho las muelas; además, a fuerza de contener la respiración, se había puesto coloradísimo.
—?Se puede saber qué estás haciendo? —le preguntó la ni?a, siempre impasible.
Nad abrió los ojos, se relajó y respondió:
—Intento la Desaparición.
—Vuelve a intentarlo —dijo ella, displicente.
El ni?o probó otra vez aguantando la respiración más rato.
—Para ya; vas a reventar.
Nad respiró hondo y suspiró.
—No hay manera dijo. ?Y si le tiro una piedra y salgo corriendo, sin más?
Pero allí no había ninguna piedra, así que cogió un pisapapeles de cristal y lo sopesó con la mano, considerando si tendría fuerza suficiente para dejar seco a Abanazer Bolger de un solo golpe.
—Ha venido otro hombre; está con él ahí fuera —explicó Liza—, de modo que aunque logres escapar de uno, el otro te pillará. Dicen que van a obligarte a decirles dónde encontraste el broche, y luego inspeccionarán la tumba para llevarse el tesoro. Pero no le habló del otro asunto que les había oído discutir, ni de la tarjeta de borde negro.
—Y a todo esto, ?por qué has hecho semejante estupidez? Conoces las reglas del cementerio perfectamente, y sabes que no puedes salir de allí. Mira que son ganas de meterte en líos.