El libro del cementerio

—Nuestro, claro. Aunque no recuerdo que estuvieras presente cuando se lo quité a ese mocoso.

 

—?Te refieres al mocoso que no fuiste capaz de retener para entregárselo a ese tipo llamado Jack? ?Te imaginas lo que hará contigo cuando se entere de que el crío que andaba buscando ha estado en tu poder y lo has dejado escapar?

 

—Lo más seguro es que no se tratara del mismo chico.

 

—Hay millones de ni?os en el mundo; ?qué probabilidades hay de que fuera precisamente ése el que andaba buscando?

 

—Me apostaría el cuello a que se largó por la puerta de atrás en cuanto me di la vuelta —y a?adió con voz aflautada y lisonjera—. No te preocupes por Jack, Hustings. Estoy seguro al cien por cien de que ése no era el ni?o de marras. Estoy viejo, y mi mente me jugó una mala pasada, eso es todo. Mira, nos hemos bebido ya casi todo el licor de endrinas; ?te apetece una copa de whisky? Tengo un buen scotch guardado en la trastienda. Tú ponte cómodo mientras voy a buscarlo.

 

No habían echado la llave a la puerta del almacén, y Abanazer entró sigilosamente, con una linterna y un bastón en la mano. La expresión de su rostro era aún más perversa que de costumbre.

 

—Si sigues ahí escondido murmuró, será mejor que no intentes escapar de mí. Te he denunciado a la policía, para que lo sepas.

 

Hurgó en un cajón del escritorio, y sacó una botella de whisky medio vacía y un minúsculo frasquito negro.

 

Abanazer abrió el frasquito, vertió unas gotas del líquido que contenía en la botella de licor, y se lo guardó en el bolsillo.

 

—Ese broche es mío y sólo mío —murmuró en voz muy baja y, acto seguido, gritó—. ?Ya voy, Tom! —Con el entrecejo fruncido, echó un vistazo al almacén, sin advertir en absoluto la presencia de Nad, y salió de allí con la botella en la mano. Esta vez cerró la puerta con llave.

 

—Aquí tienes —le oyó decir Nad a través de la puerta.

 

—Acércame tu vaso, Tom. Un trago de este whisky, y como nuevo. Tú dirás basta.

 

Silencio.

 

—Bah, sabe a matarratas. ?Tú no bebes?

 

—El licor de endrinas me ha caído como un tiro. Dame un minuto para que se me siente un poco el estómago… —Y de pronto exclamó—. ?Eh, Tom! ?Qué has hecho con mi broche?

 

—?Otra vez tu broche? Aaaah… Creo que me estoy mareando… ?Me has puesto algo en el whisky, maldito gusano!

 

—?Y de qué te sorprendes? Te he visto venir, sabía que intentarías robármelo otra vez. Eres un ladrón.

 

En éstas, se pusieron a dar voces y se armó un verdadero escándalo, como si estuvieran volcando los muébles… hasta que todo quedó en silencio.

 

—Rápido, éste es el momento. Larguémonos de aquí —dijo Liza.

 

—Pero la puerta está cerrada con llave —observó Nad, y le dijo a la ni?a—. ?Hay algo que puedas hacer para sacarnos de aquí?

 

—?Yo? No conozco ningún conjuro que consiga sacarte de una habitación cerrada con llave.

 

Nad se agachó y miró por el ojo de la cerradura. No se veía nada; el hombre había dejado la llave puesta.

 

Reflexionó un momento, esbozó una sonrisa y se le iluminó la cara como una bombilla. Entonces se hizo con un periódico arrugado que había en una de las cajas y arrancó un hoja, la alisó lo mejor que pudo y la pasó por debajo de la puerta, dejando dentro del cuarto tan sólo una puntita.

 

—?Se puede saber a qué estás jugando? —preguntó Liza, impaciente.

 

—Necesito un lápiz o algo por el estilo. Pero un poco más fino… ?Ah, ya lo tengo!

 

Cogió un pincel muy fino que había visto antes sobre el escritorio, introdujo el mango en el ojo de la cerradura, lo movió un poco y, finalmente, empujó. Al salir la llave sonó un clic, y enseguida la oyó cae sobre el papel. Nad tiró de él, y la llave pasó por debajo de la puerta. Liza, sorprendida, se echó a reír.

 

—Muy ingenioso, jovencito. Qué idea tan inteligente.

 

El ni?o introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Los dos hombres estaban tirados en el suelo, en mitad de la tienda. Efectivamente, habían volcado varios muebles; había sillas y relojes rotos por todas partes, y en medio de aquel estropicio, el inmenso cuerpo de Tom Hustings aplastaba el de Abanazer Bolger. Ninguno de los dos se movía.

 

—?Están muertos? —inquirió Nad.

 

—No caerá esa breva —respondió Liza.

 

No muy lejos de donde habían caído ambos hombres, vieron brillar la filigrana de plata que adornaba el broche; allí estaba también la piedra con vetas anaranjadas y rojas, sujeta con garras y serpientes, y en la cabeza de éstas se detectaba una expresión de triunfo, avaricia y satisfacción.

 

Nad se guardó el broche en el bolsillo, junto con el pisapapeles de cristal que había cogido en el almacén, el pincel y el frasco de pintura.

 

—Llévate esto también —indicó Liza.

 

Nad miró la tarjeta de borde negro y la palabra ?Jack? escrita en una de sus caras. Le produjo cierta desazón. Había algo en ella que le resultaba vagamente familiar, algo que removía viejos recuerdos, algo peligroso.

 

—No la quiero.

 

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