El libro del cementerio

Aquella ma?ana, sin embargo, flotaba en el aire un extra?o aroma, un perfume floral muy intenso. Nad lo fue siguiendo colina arriba hasta que llegó al Paseo Egipcio, donde la hiedra crecía formando salvajes cascadas, como mara?as siempre verdes que ocultaban muros, estatuas y jeroglíficos de imitación egipcia.

 

El perfume era más intenso en ese punto, y por un momento el ni?o pensó que quizá había nevado la noche anterior, porque se veían montoncitos blancos desperdigados por entre la hierba. Se acercó a uno de esos montoncitos para examinarlo con detenimiento; era un ramillete de florecillas de cinco pétalos y, mientras se agachaba para oler su perfume, oyó que alguien se acercaba por el sendero.

 

Nad practicó la Desaparición entre la nieve, y observó: tres hombres y una mujer, todos ellos vivos, se dirigían derechos hacia el Paseo Egipcio. La mujer llevaba una cadena con muchos adornos alrededor del cuello.

 

—?Es esto? —preguntó ella.

 

—Sí, se?ora Caraway —respondió uno de los hombres (gordinflón, canoso y sin resuello). Al igual que los otros dos, llevaba una enorme cesta de mimbre completamente vacía. La mujer parecía despistada y algo perpleja.

 

—Bueno, si tú lo dices. Pero la verdad es que no lo entiendo. Poco después, mirando las flores, preguntó—: ?Y qué se supone que debo hacer ahora?

 

El hombre de menor estatura metió la mano en su cesta de mimbre y sacó unas relucientes tijeras de plata.

 

—Las tijeras, se?ora alcaldesa —dijo.

 

La mujer las cogió, y todos empezaron a llenar de flores sus cestas.

 

—Esto es —dijo la se?ora Caraway, la alcaldesa, al cabo de un rato absolutamente ridículo.

 

—Es una tradición —replicó el gordo.

 

—Una tradición absolutamente ridicula —repitió la se?ora Caraway, pero siguió cortando flores y echándolas en las cestas. Una vez que hubieron llenado la primera de éstas, cuestionó—: ?Y no tenemos suficientes ya?

 

—Tenemos que llenar las cuatro cestas —le respondió el más bajito—, para luego regalar una flor a todo el que viva en el casco viejo de la ciudad.

 

—?Y qué clase de tradición es ésa? —quiso saber la se?ora Caraway—. Le pregunté a mi predecesor en la alcaldía y me dijo que jamás había oído hablar de ella. Y a?adió—: ?No tienen ustedes la sensación de que alguien nos observa?

 

—?Cómo? —se extra?ó el tercer hombre, que no había abierto la boca hasta ese momento; llevaba barba y un turbante—. ?Quiere decir algún fantasma? Yo no creo en los fantasmas.

 

—Yo no he hablado de ningún fantasma —replicó la mujer—. Simplemente opino que tengo la sensación de que alguien nos está observando.

 

Nad reprimió el impulso de retroceder y ocultarse entre la hiedra.

 

—No tiene nada de particular que su predecesor no conociera esta tradición —dijo el gordinflón, cuya cesta estaba ya prácticamente llena—. Es la primera vez en ochenta a?os que florecen los brotes de invierno.

 

El hombre de la barba y el turbante, el que no creía en los fantasmas, miraba alrededor con inquietud.

 

—Hay que regalar una flor a cada hombre, mujer o ni?o que viva en el casco antiguo —insistió el más bajito. A continuación recitó un verso, muy despacio, como si estuviera haciendo memoria para recordar algo que había aprendido mucho tiempo atrás—: Uno partirá y otro se quedará, y todos bailarán el Macabré.

 

La se?ora Caraway hizo un gesto despectivo.

 

—?Bah! Cuentos de viejas —afirmó, y continuó cortando flores.

 

A primera hora de la tarde empezó a anochecer, y a las cuatro y media ya era noche cerrada. Buscando a alguien con quien hablar, Nad deambulaba por los senderos del cementerio, pero no había nadie por allí; bajó hasta la fosa común para ver si Liza Hempstock andaba por ahí, pero tampoco la encontró; por lo tanto, regresó a la tumba de los Owens, pero del mismo modo no hubo suerte; ni su padre ni su madre estaban en casa. Fue entonces cuando se asustó. En sus diez a?os de vida, era la primera vez que se sentía abandonado en el lugar que siempre había considerado su hogar, así que echó a correr hacia la vieja iglesia y se quedó allí esperando a que llegara Silas.

 

Pero Silas tampoco llegaba.

 

?Igual es que no lo he visto?, pensó Nad, aunque sin la menor convicción. Abandonó su posición y, subiendo hasta la cumbre de la colina, contempló el paisaje. Las estrellas brillaban en el gélido firmamento y, a sus pies, las luces de la ciudad: las farolas, los faros de los coches y otras cosas en movimiento.

 

Entonces decidió bajar caminando muy despacio hasta la puerta principal del cementerio, y al llegar, se detuvo.

 

Se oía una especie de música.

 

Nad estaba familiarizado con todo tipo de música: el suave tintineo de la furgoneta de los helados, las canciones que se emitían en la radio para los obreros, las melodías que tocaba Claretty Jake con su polvoriento violín, pero jamás había escuchado algo semejante: una serie de acordes largos, como los que se tocan al principio de una melodía, un preludio, quizá, o una obertura.

 

Se deslizó por entre los barrotes de la puerta, bajó por la colina, y se plantó en el casco antiguo de la ciudad.

 

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