El libro del cementerio

Nada.

 

Había vuelto a dejar los vaqueros en el cobertizo (iba más cómodo con su sábana gris), pero quiso quedarse con la chaqueta porque los bolsillos resultaban muy prácticos.

 

Al ir a devolver los vaqueros, encontró en el cobertizo una peque?a guada?a y decidió llevársela para segar las ortigas que crecían sobre la fosa común. Se había aplicado a fondo, y ahora no quedaban más que los rastrojos.

 

Sacó del bolsillo el pisapapeles de cristal, cuyo interior estaba decorado con una mezcla de vistosos colores, así como el tarro de pintura y el pincel.

 

Introdujo el pincel en la pintura y, con mucho esmero, escribió sobre la superficie del pisapapeles las letras: ?EH? y debajo de ellas, las palabras ?Nosotros no olvidamos?. Ya era casi de día. Pronto llegaría la hora de irse a dormir y, durante algún tiempo, debía ser prudente y no retrasarse a la hora de volver a casa.

 

Colocó el pisapapeles sobre el terreno antes cubierto de ortigas, precisamente donde él creía que debía de estar la cabecera de la tumba y, deteniéndose tan sólo unos instantes a contemplar su obra, se fue hacia la verja, se deslizó por entre los barrotes, e inició el ascenso por la ladera.

 

—No está mal —dijo una voz a su espalda con descaro—. No está nada mal.

 

Pero al girar la cabeza, vio que el lugar estaba desierto.

 

 

 

 

 

Capítulo5

 

 

Danza macabra

 

Algo estaba sucediendo; a Nad no le cabía la menor duda. Flotaba en el frío y vigorizante aire invernal, en las estrellas, en el viento, en la oscuridad… Flotaba en los ritmos marcados por las largas noches y los días fugaces.

 

La se?ora Owens lo empujó fuera de la peque?a tumba familiar, diciéndole:

 

—Busca algo en qué entretenerte. Tengo muchas cosas que hacer.

 

—Pero, se?ora Owens, hace mucho frío ahí fuera —protestó Nad.

 

—Eso espero. En invierno, es lo suyo —replicó su madre, y hablando consigo misma, masculló—: A ver, los zapatos. Y mira este vestido; todo el dobladillo descosido. Que desastre. Y las telara?as… ?si está todo lleno de telara?as, por el amor de Dios! —Y dirigiéndose otra vez a Nad, le espetó—: Vamos, sal por ahí a dar una vuelta. Tengo mucha faena aquí y no quiero que estés por en medio. —Y, a continuación, se puso a cantar una cancioncilla que el ni?o no había oído nunca: ?Hombre rico, hombre pobre, despierta y ven a bailar con nosotros el Macabré.?

 

—?Qué es eso que cantas? —preguntó Nad, pero habría hecho mejor en no preguntar porque, de repente, la se?ora Owens se convirtió en un volcán a punto de entrar en erupción, y Nad salió de la tumba como una flecha, no fuera que las cosas se pusieran aún peor.

 

Hacía mucho frío y todo estaba oscuro, aunque en el cielo brillaban las estrellas. Nad se cruzó con Mamá Slaughter en el Paseo Egipcio, completamente invadido por la hiedra; parecía estar buscando algo entre la hierba.

 

—Tú que eres joven y tienes mejor vista que yo —le dijo—, ?ves alguna flor por aquí?

 

—?Flores en pleno invierno?

 

—No me mires con esa cara, jovencito —lo reprendió.

 

—Cada cosa florece a su debido tiempo. Primero se ven los capullos, luego se abren las flores y, por último, se marchitan. Cada cosa a su tiempo sentenció, y acto seguido, se arrebujó en su capa y canturreó: Un rato para trabajar, un rato para disfrutar, y un rato para bailar el Macabré. —?Verdad que sí, jovencito?

 

—Pues no sé. ?Qué es el Macabré?

 

Pero Mamá Slaughter se había perdido ya entre la hiedra.

 

—Qué raro —dijo Nad en voz alta.

 

Fue en busca de calor y compa?ía al bullicioso mausoleo de los Bartleby donde convivían hasta siete generaciones de esta familia, pero los Bartleby no tenían tiempo para él aquella noche. Todos ellos, desde el más viejo (1831) hasta el más joven (1690), estaban muy ocupados limpiando y ordenando su casa.

 

Fortinbras Bartleby, que cumplió diez a?os poco antes de morir (de consunción, según le había explicado a Nad, quien durante a?os creyó que Fortinbras había sido devorado por los leones, o los osos, y se llevó un buen chasco cuando se enteró de que ése era el nombre de una enfermedad), salió a ofrecerle sus disculpas.

 

—No podemos jugar contigo ahora, Nad. Queda poco para que llegue ma?ana por la noche, y eso no es algo que suceda muy a menudo, ?verdad?

 

—Pues sí, todas las noches —replicó Nad—. Ma?ana por la noche siempre llega.

 

—ésta no —insistió Fortinbras—. Ni siquiera muy de vez en cuando, o una vez cada cien a?os.

 

—Pero si no es la Noche de Guy Fawkes [7] —observó Nad—, ni Halloween, ni tampoco es Nochebuena, ni Nochevieja.

 

Fortinbras sonrió de oreja a oreja, y su pecosa cara de pan se iluminó como un sol.

 

—No, no es nada de eso —aseguró—. ésta es mucho más especial.

 

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