El libro del cementerio

Pasó junto a la alcaldesa, que estaba de pie en una esquina, y vio cómo prendía una flor en la solapa de un ejecutivo que pasaba por aquel lugar.

 

—Tengo por norma no hacer donativos personales —dijo el hombre—. De eso ya se ocupa mi empresa.

 

—No se trata de una cuestación —replicó la se?ora Caraway—. Es una tradición local.

 

—?Ah, ya! —exclamó el ejecutivo y, sacando pecho, se fue muy farruco exhibiendo su blanca florecilla en el ojal.

 

A continuación pasó una mujer joven que paseaba a su bebé en un cochecito.

 

—?Para qué es esto? —preguntó, suspicaz, cuando la alcaldesa se le acercó.

 

—Una para usted y otra para el peque?ín —le dijo la alcaldesa.

 

Prendió una flor en el abrigo de la mujer, y al bebé se la pegó en el abrigo con un trocito de celo.

 

—Pero ?para qué es esto? —insistió la mujer.

 

—Es simplemente un detalle para los vecinos del casco antiguo respondió la alcaldesa—. Una especie de tradición.

 

Nad siguió caminando. Todo el mundo lucía una florecilla blanca en la solapa. Cada vez que doblaba una esquina, se encontraba con alguno de los hombres que habían subido al cementerio con la alcaldesa repartiendo flores blancas entre los vecinos. La mayoría de éstos la aceptaban, aunque no todos.

 

Seguía oyendo aquella música; sonaba en algún lugar, casi imperceptible, solemne y extra?a. Nad ladeó la cabeza, intentando averiguar de dónde provenía, pero no hubo manera. Flotaba en el aire, por todas partes; estaba presente en el flamear de las banderas y los toldos, en el rumor del tráfico a lo lejos, en el sonido de los neumáticos sobre los adoquines…

 

Pero sucedía algo muy raro, se dijo Nad mientras contemplaba el ir y venir de los transeúntes: todos caminaban al compás de la música.

 

Al hombre de la barba y el turbante se le estaban acabando las flores. Nad se encaminó hacia él y le dijo:

 

—Perdone.

 

El hombre dio un respingo y replicó en tono acusador:

 

—No te había visto.

 

—Lo siento —se disculpó Nad—. ?Podría darme una flor?

 

—?Vives por aquí cerca? —le preguntó mirándolo con suspicacia.

 

—?Sí, claro!

 

El hombre del turbante le entregó una flor blanca. Al cogerla, Nad se pinchó en el pulgar.

 

—?Ay! —exclamó.

 

—Préndetela en el abrigo y ten cuidado con el alfiler.

 

Una gotita de sangre le resbaló por el dedo, y el ni?o se lo chupó, mientras el hombre del turbante le ponía la flor en el jersey y le decía:

 

—No te había visto nunca por aquí.

 

—Vivo aquí, de verdad —replicó Nad—. ?Y para qué son estas flores?

 

—Es una antigua tradición; se remonta a la época en que sólo existía el casco histórico. Cuando florecen los brotes de invierno en el cementerio de la colina, se cortan y se reparten entre los vecinos de la zona, ya sean hombres o mujeres, jóvenes o viejos, pobres o ricos; todos reciben su flor.

 

La música se oía más alta y más clara, y Nad se preguntó si se debía a la flor que lucía en el jersey.

 

Aguzando un poco el oído, logró distinguir unos tambores lejanos que marcaban el compás y un sonido como de flautas que iban tejiendo la melodía, de tal modo que sintió el impulso de ponerse de puntillas y caminar al compás de la música.

 

Nad no había salido nunca a ver mundo. Por eso, se le olvidó que tenía terminantemente prohibido abandonar el cementerio, y que aquella noche ninguno de los muertos del cementerio estaba donde se suponía que debía estar; aquel lugar lo tenía fascinado por completo, y siguió trotando la mar de contento por las calles del casco antiguo hasta que llegó a los jardines municipales, delante mismo del ayuntamiento (convertido ahora en museo y oficina de turismo, pues el ayuntamiento propiamente dicho se había trasladado a un edificio de despachos mucho más aparente y moderno, pero también más anodino, en la zona nueva).

 

Todavía había gente paseando por los jardines municipales, que en aquella época del a?o se reducían a un extenso prado, con escalones aquí y allá, algún que otro arbusto y unas cuantas estatuas.

 

Nad seguía extasiado escuchando la música y la gente continuaba pasando por la plaza; unos iban solos, otros de dos en dos, e incluso se veían algunas familias. Nunca había contemplado a tantas personas vivas al mismo tiempo.

 

Debía de haber cientos de ellas, personas que respiraban, que estaban tan vivas como él, y todos llevaban una florecilla blanca.

 

??Será esto lo que hacen las personas vivas??, se preguntaba Nad, pero en realidad sabía que no; los acontecimientos de aquella noche, sean los que fueren, eran algo especial.

 

La mujer que había visto antes, la que paseaba al bebé en su sillita, se hallaba ahora delante de él, con su hijo en brazos, siguiendo el compás de la música con la cabeza.

 

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