El libro del cementerio

—Usted abrió el baile con la alcaldesa —comentó Nad—. Estuvieron bailando juntos.

 

Josiah lo miró, pero no despegó los labios.

 

—Usted estaba allí.

 

—Los vivos y los muertos no se mezclan, muchacho —repuso Josiah Worthington—. Nosotros ya no formamos parte de su mundo y ellos tampoco pertenecen al nuestro. Si bailamos con ellos la danza macabra, la danza de la muerte, es algo que no comentaremos jamás, y mucho menos con una persona viva.

 

—Pero yo soy uno más de los vuestros.

 

—Todavía no, muchacho; todavía no. Y no lo serás mientras vivas.

 

Nad comprendió entonces por qué se unió al baile del mismo modo que los vivos, en lugar de bajar en procesión por la colina como hicieron sus amigos restantes.

 

—Ya entiendo… Bueno, me parece —dijo.

 

Bajó corriendo por la colina, con toda la energía de sus diez a?os, e iba a tal velocidad que estuvo a punto de tropezar con Digby Poole (1785-1860. ?Algún día os veréis tal como hoy me veis a mí.?), pero logró esquivarlo sin perder el equilibrio, y siguió como una flecha hacia la vieja iglesia, pues temía que Silas ya se hubiera marchado.

 

Nad se sentó en el banco. Algo se movió a su lado, pero sin hacer ningún ruido y, a continuación, oyó la voz de su tutor.

 

—Buenas noches, Nad.

 

—Tú estuviste allí anoche —le espetó Nad—. Y no intentes negarlo porque sé perfectamente que estabas allí.

 

—Sí, estuve allí.

 

—Bailé con ella. Con la dama que vino montada en el caballo blanco.

 

—?Ah, sí?

 

—?Lo viste con tus propios ojos! ?Nos viste bailar! ?Bailamos todos juntos, los vivos y los muertos! ?Por qué nadie quiere hablar de ello?

 

—Porque es un misterio. Porque hay ciertas cosas de las que está prohibido hablar. Porque hay cosas que ellos simplemente no recuerdan.

 

—Pero tú estás hablando de ello ahora mismo.

 

—Estamos hablando del Macabré.

 

—Yo jamás lo he bailado.

 

—Pero sí lo has visto.

 

—No sé qué es lo que vi —alegó simplemente Silas.

 

—?Bailé con la Dama de Gris, Silas! —exclamó Nad.

 

Su tutor parecía estar profundamente afligido, y Nad se asustó como un ni?o que acabara de despertar a una pantera.

 

Pero todo cuanto dijo Silas fue:

 

—Está conversación se acaba aquí.

 

A Nad le hubiera gustado a?adir algo más; tenía cientos de cosas que decir, aun sabiendo que no hubiera sido prudente decirlas, pero algo distrajo su atención: una especie de susurro muy leve, y de inmediato, algo plumoso y frío le acarició la cara.

 

Entonces los recuerdos de aquel baile se le borraron de la mente por completo, y con ellos desapareció también el miedo, dejándolo un poco desconcertado, pero con una sensación muy agradable.

 

Aquélla fue la tercera vez que la vio.

 

—?Mira, Silas, está nevando! —gritó, y sentía una alegría tan inmensa, que no había lugar en su interior para ningún otro sentimiento—. ?Es nieve, mírala!

 

 

 

 

 

Interludio

 

 

La asamblea

 

Un peque?o anuncio en el vestíbulo del hotel indicaba que el salón Washington estaba reservado aquella noche para una fiesta privada, aunque no especificaba de qué clase de fiesta se trataba. A decir verdad, no habríais podido averiguarlo aunque hubierais podido echar un vistazo al interior del salón. No obstante, os habríais dado cuenta inmediatamente de que no había ni una mujer. Así pues, los ocupantes de las mesas eran hombres, hasta ahí ninguna duda, y estaban a punto de terminar el postre.

 

Había más o menos un centenar, todos ellos vestían traje negro, pero el traje era lo único que tenían en común, puesto que unos eran canosos, otros morenos, otros rubios, otros pelirrojos y otros, sencillamente, carecían de cabello.

 

Se observaban semblantes risue?os o malhumorados, de apariencia amable o antipática, sociables o reservados, brutos o sensibles; la mayoría de ellos tenían la piel más bien rosada, pero también los había negros y de tez aceitunada; entre ellos abundaban europeos, africanos, indios, chinos, latinoamericanos, filipinos, norteamericanos…

 

Y hablaban en inglés, pero cada cual con un acento distinto.

 

Prácticamente, todos los países del mundo estaban representados aquella noche en el salón Washington.

 

Los hombres vestidos de negro se quedaron sentados en sus respectivos asientos mientras que, desde la tribuna de oradores, un tipo gordo y vivaracho que iba de chaqué, como si viniera de una boda, exponía las buenas obras realizadas a lo largo del a?o: vacaciones a lugares exótico para ni?os pobres, excursiones para personas sin recursos cosa que les había obligado a comprar un autocar…

 

El hombre Jack estaba sentado en primera fila, en la mesa del centro, junto a un hombre de aspecto muy pulcro y cabellos plateados. Esperaban a que les sirvieran los cafés.

 

—El tiempo apremia —dijo el hombre del cabello plateado—, y se nos está agotando la paciencia.

 

—He estado dándole vueltas… —contestó el hombre Jack.

 

—Me refiero a aquel asunto en San Francisco hace unos a?os…

 

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