El libro del cementerio

—Su letra es siempre impecable, incluso cuando toma apuntes —explicó el se?or Kirby—. Tiene una caligrafía muy bonita. Eso que, antiguamente, se llamaba caligrafía inglesa.

 

—Ya, ?y eso te ha llevado a pensar que viene de una familia muy religiosa porque…?

 

—Dice que en su casa no hay ningún ordenador.

 

—?Y?

 

—Tampoco hay teléfono.

 

—Pues sigo sin entender qué tiene eso que ver con la religión —comentó la se?ora McKinnon, que había empezado a hacer punto cuando prohibieron fumar en los centros de trabajo, y ahora tejía una mantita para ningún bebé en concreto.

 

—Es un chico muy listo —dijo el profesor Kirby—, pero tiene muchas lagunas. En la clase de historia, por ejemplo, lo adorna todo con un montón de detalles ficticios, cosas que no están en los libros…

 

—Cosas, ?cómo qué?

 

El se?or Kirby terminó de corregir el examen de Nad y lo a?adió al montón de los que ya estaban corregidos. No recordaba ningún detalle concreto, así que, de pronto, le pareció que aquella cuestión no tenía mucho sentido.

 

—Nada, nada, cosas mías —dijo, y lo olvidó de inmediato.

 

Tanto fue así que olvidó introducir el nombre de Nad en la lista de alumnos, de modo que el muchacho no figuraba en la base de datos del colegio.

 

El ni?o era un alumno modélico que pasaba completamente desapercibido, y dedicaba su tiempo libre a curiosear por las estanterías del aula de literatura o de la biblioteca del colegio, una sala grande llena de libros y butacas viejas, donde le gustaba sentarse y pasar el rato enfrascado en sus lecturas. Pasaba desapercibido hasta para sus compa?eros, excepto cuando lo tenían sentado delante en alguna de las clases. Pero el resto del tiempo era completamente invisible. Si alguien les hubiera pedido a los alumnos de octavo B que cerraran los ojos y recitaran los nombres de los veinticinco compa?eros de clase, ninguno habría mencionado a Owens. Era casi como un fantasma.

 

No sucedía lo mismo cuando lo tenían ante sus narices, claro está.

 

Nick Farthing había cumplido diez a?os, pero en según qué circunstancias podía pasar y de hecho, pasaba por un chico de dieciséis: un bigardo de sonrisa maquiavélica y sin demasiadas luces. Era un chico práctico, aunque de un modo algo elemental, a quien se le daba bien robar en las tiendas, y en el colegio ejercía de matón ocasional; le daba igual caerles bien o mal a sus compa?eros (a los que superaba de largo en fuerza y en altura), porque lo único que le importaba era que todos lo obedecieran sin rechistar. El caso es que este chico tenía una amiga. Se llamaba Maureen Quilling, pero todos la llamaban Mo. Era una ni?a flaca y muy pálida, de cabello tan rubio que casi parecía blanco, ojos de color azul claro y una nariz aguile?a y desafiante. Ya sabemos que a Nick le gustaba robar en las tiendas, pero era Mo quien le indicaba lo que debía robar; él no tenía el menor reparo en pegar o amenazar a cualquiera, pero era Mo la que le mostraba a quién había de pegar o amenazar. Como ella solía decir, formaban un buen equipo.

 

En una ocasión estaban los dos sentados en un rincón de la biblioteca, repartiéndose lo que les habían sacado a los de séptimo. Tenían extorsionados a ocho o nueve ni?os de ese curso para que les entregaran todas las semanas el dinero que les daban sus padres para el autobús o la merienda.

 

—Singh no ha aflojado todavía la pasta de esta semana —dijo Mo—. Tendrás que ir a hacerle una visita.

 

—Yo me ocupo —repuso Nick—. Verás qué rápido afloja.

 

—?Qué fue lo que mangó? ?Un CD?

 

Nick asintió.

 

—Pues no olvides recordarle ese peque?o detalle —indicó la ni?a, que siempre imitaba la forma de hablar de los tipos duros de las series que veía en la tele.

 

—Hecho —replicó Nick—. Somos un buen equipo tú y yo, ?eh?

 

—Como Batman y Robin —apostilló Mo.

 

—Más bien como el doctor Jekyll y míster Hyde —dijo alguien que había estado todo ese tiempo sentado junto a la ventana, leyendo, sin que ellos se dieran cuenta. Y dicho esto, se levantó y se fue.

 

Cabizbajo y con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, Paul Singh estaba sentado en el alféizar de la ventana de los vestuarios. Sacó una mano del bolsillo, la abrió, contempló las cuatro o cinco monedas de una libra que tenía en su palma, meneó la cabeza y volvió a cerrar la mano.

 

—?Es eso lo que están esperando Nick y Mo? —le preguntó alguien, y del sobresalto, Paul soltó las monedas, que quedaron desperdigadas por el suelo.

 

El otro chico lo ayudó a recogerlas y se las devolvió.

 

Era un chico mayor, y le sonaba que ya lo había visto por los pasillos del colegio, pero no estaba muy seguro.

 

—?Eres amigo suyo? De Nick y Mo, quiero decir —preguntó Paul.

 

—No. De hecho, me parecen bastante desagradables los dos —vaciló un momento, pero a continuación dijo—: En realidad he venido a darte un consejo.

 

—?Cuál?

 

—No les pagues.

 

—Ya, claro, para ti es fácil decir eso.

 

—?Crees que es porque a mí no me están haciendo chantaje?

 

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