El libro del cementerio

—Tuviste un padre y una madre, Nad. Y una hermana mayor. Pero los mataron. Y creo que tú también ibas a morir aquella noche; el hecho de que sobrevivieras se debió únicamente al azar y a la intervención de los Owens.

 

—Y a la tuya —a?adió Nad, que había oído la historia de aquella noche de boca de varias personas, algunas de las cuales estuvieron presentes entonces. Aquella noche era un hito en la historia del cementerio.

 

—Nad, creo que el hombre que mató a tu familia sigue buscándote por ahí fuera con la intención de matarte.

 

—?Y qué? La muerte no es algo tan malo. Quiero decir que mis mejores amigos están todos muertos.

 

—Sí —Silas vaciló un momento—, es verdad. Y en su mayor parte, ya no tienen nada que ver con el mundo. Pero tú sí. Tú estás vivo, Nad. Y eso significa que tienes infinitas posibilidades. Puedes hacer lo que quieras, puedes so?ar lo que quieras. Si tú deseas cambiar el mundo, el mundo cambiará. Posibilidades… Al morir, desaparecen, y no hay vuelta atrás. Habrás hecho lo que hayas hecho, habrás so?ado tus sue?os, y habrás dejado tu nombre escrito. A lo mejor conseguirás que te entierren aquí, incluso seguirás andando, como si nada. Pero habrás perdido todas tus posibilidades.

 

Nad reflexionó un momento. Lo que le decía Silas tenía bastante sentido, aunque le vinieron a la cabeza varias excepciones: el hecho de que sus padres lo hubieran adoptado, por ejemplo. Pero los vivos y los muertos eran diferentes, y él lo sabía, por mucho que sus simpatías estuvieran más bien del lado de los muertos.

 

—?Y tú? —le preguntó a Silas.

 

—?Yo, qué?

 

—Pues, que tú no estás vivo, pero sales por ahí y haces cosas.

 

—Yo soy lo que soy, ni más ni menos. Como bien dices, no estoy vivo. Pero cuando me llegue el final, simplemente dejaré de existir. La gente como yo es, o no es. No sé si me entiendes.

 

—La verdad es que no.

 

Silas suspiró. Había parado de llover y la escasa luz de aquella tarde anubarrada iba cediendo paso ya al anochecer.

 

—Nad, es importante que sigamos manteniéndote a salvo. Por muchas razones.

 

—Pero ?estás seguro de que ése que mató a mi familia, el que quiere matarme a mí también, sigue ahí fuera? —Nad llevaba algún tiempo dándole vueltas a algo, y ahora sabía con exactitud lo que quería.

 

—Sí. Sigue ahí afuera.

 

Entonces y Nad se armó de valor para decir lo que no le estaba permitido decir:

 

—Quiero ir a la escuela.

 

Silas no se alteró lo más mínimo. Ya podía estar presenciando el fin del mundo, que no se le habría movido ni un pelo de su sitio. Pero, al cabo de unos segundos, frunció el entrecejo y abrió la boca para pronunciar una sola palabra:

 

—?Qué?

 

—Mira, en el cementerio, he aprendido mucho: ya sé cómo realizar la Desaparición y la Aparición, sé cómo abrir una puerta ghoul y conozco todas las constelaciones. Pero hay todo un mundo en el exterior, y en ese mundo hay mares, islas, naufragios y cerdos. A ver, lo que quiero decir es que está lleno de cosas que aún no conozco. Y mis profesores me han ense?ado muchas cosas, pero yo necesito aprender mucho más. Precisamente, para poder sobrevivir ahí afuera cuando llegue el momento.

 

Silas no parecía muy convencido y le rebatió:

 

—De ninguna manera. Aquí podemos protegerte, pero si estás lejos, podría pasarte cualquier cosa. ?Cómo vamos a protegerte mientras vivas fuera del cementerio?

 

—Sí, claro —admitió Nad—. Eso forma parte de las posibilidades de las que me has hablado antes.

 

Se quedó callado un momento y poco después continuó.

 

—Alguien mató a mis padres y a mi hermana.

 

—Sí. Alguien los mató.

 

—?Fue un hombre?

 

—Fue un hombre.

 

—Pues en ese caso, te has equivocado de pregunta.

 

—?Qué quieres decir? —cuestionó Silas, extra?ado.

 

—Pues —dijo Nad—, que si algún día salgo al mundo, la pregunta no es: ?quién me va a proteger de él?

 

—?Ah, no?

 

—No, porque la pregunta es: ?quién lo va a proteger a él de mí?

 

Las ramas ara?aban los ventanales más altos, como si pidieran permiso para entrar. Silas se sacudió una imaginaria mota de polvo de la manga, con una u?a tan afilada como una espada.

 

—Tendremos que buscarte un buen colegio.

 

Nadie reparó en el ni?o, por lo menos al principio. Ni siquiera repararon en que no habían reparado en él. En clase, se sentaba en una de las últimas filas y no participaba demasiado; sólo intervenía cuando le preguntaban directamente a él, y aun así, sus respuestas eran breves y discretas, insulsas; desaparecía de la vista y del recuerdo.

 

—?Dirías que viene de una familia muy religiosa? —preguntó el se?or Kirby mientras corregían exámenes en la sala de profesores.

 

—?De quién hablas? —preguntó la se?ora McKinnon.

 

—De Owens, de octavo B —respondió el se?or Kirby.

 

—?Ese chico alto con la cara llena de granos? No, creo que no. No es alto. Normal.

 

—?Y qué le pasa? —inquirió la se?ora McKinnon encogiéndose de hombros.

 

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