—?Te dije que no lo cogieras!
—Pero es que hay tan pocos libros por aquí. Y además, estoy en lo más interesante: acaba de encontrar la huella de un pie. Y no es suya. ?Eso quiere decir que hay alguien más en la isla!
—Es mío —dijo Thackeray Porringer, empecinado—. ?Devuélvemelo!
Nad estaba dispuesto a discutir si era necesario, o simplemente a negociar, pero se dio cuenta de que Thackeray lo había interpretado como una afrenta, y decidió ceder. Entonces se descolgó por uno de los laterales del arco y, de un salto, se plantó en el suelo.
—Toma —dijo Nad entregándole el libro.
Thackeray lo cogió sin más contemplaciones y fulminó al ni?o con la mirada.
—Si quieres puedo leértelo —se ofreció Nad.
—Quiero que te vayas a freír espárragos —soltó Thackeray, y le dio un pu?etazo en el oído.
A Nad le dolió, pero, a juzgar por la expresión de su contrincante, el pu?o también debía de dolerle lo suyo.
El chico se marchó caminando con energía sendero abajo, y Nad se quedó contemplándolo. Sentía un dolor espantoso en el oído, y los ojos le escocían. Poco después echó a andar bajo la lluvia por el resbaladizo sendero cubierto de hiedra. En un momento dado resbaló y se rasgó el pantalón a la altura de la rodilla.
Junto a la tapia había una salceda, y Nad estuvo a punto de arrollar a Euphemia Horsfall y Tom Sands, que llevaban muchos a?os saliendo juntos. Tom murió tanto tiempo atrás, que su lápida resultaba prácticamente irreconocible; vivió y falleció durante aquella guerra entre Inglaterra y Francia que duró cien a?os, mientras que la se?orita Euphemia (1861-1883. ?Duerme, sí, mas duerme con los ángeles.?) murió en la época victoriana, tras la ampliación del cementerio (que durante unos cincuenta a?os se convirtió en un próspero negocio), y tenía una tumba para ella sola en el Paseo del Sauce. Pero el hecho de pertenecer a épocas tan distintas y distantes no parecía importarles lo más mínimo.
—Deberías ir más despacio, joven Nad —aconsejó Tom—. Podrías lastimarte.
—Me temo que ya se ha lastimado —opinó la se?orita Euphemia—. Por el amor de Dios, Nad. Cuando te vea tu madre, te va a echar un buen rapapolvo. No sé yo cómo se las va a ingeniar para remendar esos pantalones.
—Vaya, lo siento —se disculpó Nad.
—Tu tutor te anda buscando —a?adió la se?orita Euphemia.
Nad alzó la vista para mirar el nublado cielo y comentó:
—Pero si aún es de día.
—Hoy despertó más aína —dijo Tom utilizando una antigua expresión que Nad conocía perfectamente y que significa ?más temprano?—, y quiere hablar contigo. Nos pidió que te diéramos el recado si te veíamos.
Nad asintió con la cabeza.
—Ya están en sazón las avellanas del nochizo que está detrás del monumento de los Littlejohn —comentó Tom, y sonrió como si quisiera suavizar el golpe.
—Gracias —replicó Nad.
Siguió corriendo atropelladamente hacia la parte baja de la colina y no se detuvo hasta llegar a la iglesia.
La puerta de la capilla estaba abierta, y Silas, que detestaba tanto la lluvia como la luz del día, se había refugiado en el interior, entre las sombras.
—Me han dicho que querías verme —dijo Nad.
—Sí, así es replicó Silas. Vaya, parece que te has roto los pantalones.
—Iba corriendo y me he caído. Bueno, he tenido un problemilla con Thackeray Porringer. Verás, yo quería leer Robinson Crusoe; es un libro que trata de un hombre que va en un barco (una cosa que sirve para ir por el mar, que es como un charco gigantesco) y naufraga en una isla, que es un trozo de tierra en medio del mar, y…
—Han pasado ya once a?os, Nad —lo interrumpió Silas—. Hace once a?os que vives con nosotros.
—Ya —dijo Nad—. Sí tú lo dices, será verdad.
Silas miró a su pupilo. Estaba delgado, y su pardusco cabello se había ido oscureciendo con la edad.
En el interior de la vieja capilla, todo eran sombras.
—Creo —dijo Silas—, que ya es hora de que hablemos sobre tus orígenes.
—Pero no tenemos por qué hablar de eso ahora si no quieres —musitó Nad respirando hondo y, aunque las palabras salieron de su boca con naturalidad, el corazón le latía desbocado.
Silencio, salvo por el repiqueteo de la lluvia y el ruido del agua corriendo a raudales por los sumideros. Un silencio que se prolongó hasta el límite de lo que Nad podía soportar.
—Tú sabes que eres diferente —dijo Silas—: estás vivo. Y sabes que te adoptamos, mejor dicho, que ellos te adoptaron, y yo me comprometí a ser tu tutor.
Nad se quedó callado.
Silas continuó hablando con su voz de terciopelo.