El libro del cementerio

—Una fatalidad, pero no te salgas por la tangente.

 

—Fracasaste, Jack. Quedamos en que te encargarías de todos. Y eso incluía al bebé; principalmente al bebé, de hecho. La palabra casi sólo es válida si hablamos de herrar a un caballo o de lanzar una granada de mano.

 

Un camarero con chaqueta blanca les sirvió el café.

 

Sentados a la misma mesa, estaban también un hombre bajito con un fino bigote negro, otro alto y rubio, con aspecto de galán de la pantalla, y un tercero de tez aceitunada, mirada furibunda y un buen cabezón. Todos ellos hacían lo posible por mantenerse al margen de aquella conversación y escuchaban con interés al orador, incluso lo aplaudían de vez en cuando. El hombre del cabello plateado se sirvió varias cucharadas muy colmadas de azúcar, revolvió su café con energía y reemprendió la cháchara:

 

—Diez a?os, y el tiempo no perdona. Dentro de nada dejará de ser un ni?o. ?Y entonces qué?

 

—Todavía tengo tiempo, se?or Dandy —insinuó el hombre Jack, pero el aludido lo interrumpió bruscamente, apuntándolo con un largo dedo de piel rosada.

 

—Ya has tenido tiempo. Lo que tienes ahora es un plazo que cumplir. Ahora debes espabilarte. No vamos a volver a hacer la vista gorda contigo; se acabó. Estamos hartos de esperar, estamos todos hasta las mismísimas narices de esperar.

 

El hombre Jack asintió secamente y afirmó:

 

—Aún puedo tirar de algunos hilos.

 

—?En serio? —replicó el hombre de los cabellos plateados sorbiendo ruidosamente su café.

 

—En serio. E insisto, creo que esto tiene algo que ver con aquel problema que tuvimos en San Francisco.

 

—?Lo has comentado con el secretario? —preguntó el se?or Dandy se?alando al orador, que en ese momento aludía al equipamiento médico adquirido el a?o anterior gracias a la generosidad de todos ellos. (?No una, ni dos, sino tres máquinas de diálisis?, iba diciendo, y los presentes se aplaudieron muy educadamente por su gran generosidad.)— Sí, se lo he mencionado.

 

—?Y qué?

 

—No mostró el más mínimo interés. él sólo espera resultados. De modo que quiere que remate el trabajo que dejé a medias.

 

—Como todos nosotros, chavalote —replicó el se?or Dando—. El ni?o sigue vivo, y el tiempo juega en nuestra contra.

 

Sus compa?eros de mesa, los que fingían no escucharlos, asintieron con la cabeza y mostraron su conformidad emitiendo leves gru?idos.

 

—No lo olvides —dijo el se?or Dandy con indiferencia—: el tiempo apremia.

 

 

 

 

 

Capítulo6

 

 

Nadie Owens va a la escuela

 

Llovía, y todo estaba lleno de charcos y turbios reflejos en el cementerio. Sentado bajo el arco que separaba el Paseo Egipcio de la frondosa zona noroeste del resto del cementerio, Nad leía un libro, escondiéndose de todos, tanto de los vivos como de los muertos.

 

—?Maldito sea! —gritó alguien desde el sendero—. ?Maldita sea su estampa! ?Cuando le eche el guante, y puede estar seguro de que lo encontraré, lamentará haber nacido!

 

Nad suspiró, dejó el libro y echó una ojeada al sendero. Quien maldecía era Thackeray Porringer (1720-1734. ?Hijo de los susodichos?), que subía por el resbaladizo sendero pateando el terreno. Era un chico mayor (murió a los catorce a?os, al poco tiempo de empezar a trabajar como aprendiz de un pintor de brocha gorda). Una ma?ana de enero, el pintor le dio ocho peniques de cobre y le encargó que comprara medio galón de pintura a rayas rojas y blancas para pintar los postes de la barbería, e insistió en que no se le ocurriera volver sin ella. El muchacho se pasó cinco horas buscándola de tienda en tienda, recorriendo la ciudad de punta a punta, pues en cuanto entraba en una tienda y le explicaba al dependiente el tipo de pintura que buscaba, el tipo se echaba a reír y lo mandaba a otra tienda a por la dichosa pintura; por fin comprendió que le habían tomado el pelo, y se puso tan furioso que le dio una apoplejía; este percance acabaría llevándoselo al otro barrio en el plazo de una semana, y murió maldiciendo a los demás aprendices, e incluso al propio maese Horrobin, el pintor, que tuvo que pasar por cosas mucho peores en sus tiempos de aprendiz y no entendía a qué venía tanto alboroto.

 

Así pues, Thackeray Porringer murió hecho una furia, agarrado a un ejemplar de Robinson Crusoe que, junto con una moneda de plata de seis peniques y la ropa que llevaba puesta, era todo cuanto poseía; por expreso deseo de su madre, fue enterrado con el libro. La muerte no había suavizado el irascible temperamento de Thackeray Porringer, y lo que iba gritando en ese momento era:

 

—?Sé que estás aquí! ?Sal para recibir tu castigo, ladrón, más que ladrón!

 

Nad cerró el libro y se defendió:

 

—No soy ningún ladrón, Thackeray. Sólo lo he cogido prestado y prometo devolvértelo en cuanto lo termine.

 

Thackeray alzó la vista y vio cómo Nad se refugiaba detrás de la estatua de Osiris.

 

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