El libro del cementerio

—Nadie lo organiza, simplemente sucede. Los vivos no lo recuerdan después, pero nosotros sí… —explicó y, excitada, exclamó—. ?Mira, mira!

 

Nad sabía cómo eran los caballos por las ilustraciones de los libros, pero aquella era la primera vez que veía a uno de verdad, y el caballo blanco que cabalgaba hacia la plaza no se parecía en absoluto a lo que él había imaginado. Este era muchísimo más grande, y su alargada cara tenía una expresión muy seria; sobre el desnudo lomo del animal cabalgaba una mujer, ataviada con un largo vestido gris que brillaba bajo la luna de diciembre como las telara?as ba?adas por el rocío de la ma?ana.

 

Al llegar a la plaza, el caballo se detuvo y la mujer de gris descendió con gracia y se colocó frente a la multitud de vivos y muertos. Los saludó con una reverencia. Todos a una respondieron a su saludo con otra reverencia o inclinando la cabeza, y reanudaron la danza.

 

Antes de que el baile arrastrara a Liza Hempstock lejos de Nad, la ni?a cantó:

 

—Al llegar la Dama de Gris, dirigirá la danza del Macabré.

 

Todos avanzaban, giraban y brincaban al ritmo de la música, y la Dama de Gris bailaba con ellos, avanzando, girando y brincando con entusiasmo. Incluso el blanco caballo movía la cabeza y las patas al son de la música.

 

El ritmo de la música se aceleró, y los bailarines avivaron el paso. Nad se estaba quedando sin aliento, pero no le pasó por la cabeza que aquel baile el Macabré, la danza de los vivos y de los muertos, la danza de la muerte fuera a tener fin. El ni?o sonreía, y todos los demás, también.

 

De vez en cuando, mientras bailaba y daba vueltas y más vueltas por los jardines municipales, contemplaba a la Dama de Gris.

 

??Todo el mundo baila!?, pensó Nad, pero enseguida se dio cuenta de que no era así. Oculto entre las sombras del antiguo ayuntamiento, había un hombre vestido de negro por completo. No bailaba; simplemente, los observaba.

 

Al ni?o le hubiera gustado adivinar los sentimientos de su tutor en aquellos momentos. ?Acaso expresaba algún tipo de anhelo, tristeza o algo por el estilo? Sin embargo, el rostro de Silas era totalmente inexpresivo.

 

—?Silas! —gritó Nad con la esperanza de que su tutor se acercara y se uniera al baile para divertirse con ellos.

 

Pero al oír su nombre, Silas retrocedió y desapareció entre las sombras.

 

??El último baile!?, anunció una voz y, entrando en el postrero movimiento, el ritmo se fue tornando lento y majestuoso.

 

Los bailarines se emparejaron de nuevo uno a uno, los vivos con los muertos. Nad alargó el brazo y se encontró mano a mano, y cara a cara, con la Dama de Gris.

 

La mujer le sonrió y lo saludó:

 

—Hola, Nad.

 

—Hola —replicó el ni?o sin dejar de bailar—. No sé cuál es su nombre.

 

—Los nombres no importan en realidad.

 

—Tiene un caballo precioso. ?Y qué grande es! No sabía que hubiera caballos tan grandes.

 

—Es lo suficientemente manso para llevar sobre su amplio lomo al más fuerte de vosotros, y también es lo suficientemente fuerte para llevar al más peque?o.

 

—?Puedo montarlo? —preguntó Nad.

 

—Algún día… —respondió ella, y su vestido de tela de ara?a titiló como una estrella—. Algún día, sí. Antes o después, todos lo hacen.

 

—?Prometido?

 

—Prometido.

 

Y en ese preciso instante, el baile llegó a su fin. Nad se inclinó ante su pareja de baile y entonces, pero ni un segundo antes, se dio cuenta de que estaba agotado. Tuvo la impresión de haber estado bailando horas y horas, le dolían todos los músculos del cuerpo y se había quedado sin resuello.

 

Un reloj dio la hora, y el ni?o fue contando las campanadas. Doce. Se preguntó cuánto tiempo habrían estado bailando: ?doce horas, veinticuatro? ?O quizás el tiempo se había detenido mientras bailaban? Nad se desperezó y echó una ojeada. Los muertos se habían marchado ya, así como la Dama de Gris. En la plaza sólo quedaban los vivos, que se dirigían cada uno a su casa, aunque con aspecto de sonámbulos, como si acabaran de despertar tras un largo y profundo sue?o.

 

El suelo de la plaza estaba cubierto de flores blancas; parecía que se había celebrado una boda.

 

Al día siguiente Nad despertó en la tumba de los Owens con la sensación de haber descubierto un importante secreto, de haber formado parte de un acontecimiento único, y ardía en deseos de comentarlo con alguien.

 

Cuando se levantó la se?ora Owens, Nad le dijo:

 

—?Lo de anoche fue algo increíble!

 

—?Ah, sí? Estuvimos bailando todos juntos en la parte antigua de la ciudad.

 

—?De verdad? —dijo la se?ora Owens resoplando—. ?Bailando, dices? Sabes que tienes terminantemente prohibido bajar a la ciudad.

 

Nad sabía de sobra que cuando su madre se levantaba con el pie izquierdo era mejor callarse, así que salió de allí a hurtadillas. Estaba empezando a anochecer.

 

Se fue colina arriba, hasta donde estaban la lápida de Josiah Worthington y el obelisco, junto al anfiteatro, y desde allí contempló la ciudad y las luces de alrededor.

 

Josiah Worthington estaba de pie a su lado.

 

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