El libro del cementerio

—?Y cómo se llama? —preguntó Nad—. ?Qué es lo que pasa ma?ana?

 

—Es el mejor día de todos —sentenció Fortinbras, y Nad estaba seguro de que habría seguido explicándoselo de no ser porque su abuela, Louisa Bartleby (que sólo tenía veinte a?os), salió a llamarlo y, muy enfadada, le susurró algo al oído.

 

—Nada, nada —respondió Fortinbras. Luego se volvió hacia Nad y le dijo—: Tengo que seguir con mi tarea.

 

Fortinbras cogió un trapo y se puso a frotar su polvoriento ataúd.

 

—La, la, la, hop —cantaba—. La, la, la, hop.

 

Y con cada ?hop?, hacía una sofisticada reverencia con el trapo en la mano.

 

—?No vas a cantar esa canción?

 

—?Qué canción?

 

—Pues esa que canta todo el mundo hoy.

 

—No tengo tiempo para eso —dijo Fortinbras—. Es ma?ana, ?te das cuenta? Ma?ana.

 

—No tiene tiempo —dijo Louisa, que había muerto al dar a luz a sus gemelos—. Vete con la música a otra parte.

 

Y con su voz suave y clara empezó a cantar: ?Todo el mundo lo oirá y nadie se marchará y todos juntos bailaremos el Macabré.?

 

Nad echó a andar hacia la destartalada iglesia. Se deslizó entre las piedras y fue hasta la cripta, y allí se sentó a esperar a Silas. Tenía frío, sí, pero a él no le importaba pasar frío: el cementerio lo abrigaba, y los muertos no sienten el frío.

 

Su tutor no regresó hasta las tantas de la madrugada; llevaba una bolsa de plástico grande.

 

—?Qué traes ahí?

 

—Ropa para ti. Pruébatela.

 

Silas sacó un jersey gris del mismo tono que la túnica de Nad, unos vaqueros, algo de ropa interior y unos zapatos (unas playeras de color verde pálido).

 

—?Y para qué quiero yo ropa?

 

—?Aparte de ponértela, quieres decir? Pues, en primer lugar, me parece que ya eres lo suficientemente mayor, (?qué edad tienes, diez a?os?), para usarla. Y la ropa que viste la gente normal, los vivos, es un buen invento. De un modo u otro, algún día tendrás que utilizarla, así que, ?por qué no empezar a acostumbrarte desde ahora mismo? Además, te servirá para camuflarte.

 

—?Qué es camuflarse?

 

—Cuando algo tiene un aspecto similar a lo que otras personas están mirando, les resulta difícil distinguir entre una cosa y otra.

 

—?Ah, ya lo entiendo! Bueno, creo.

 

Nad se vistió con la ropa que le había entregado Silas.

 

Sin embargo, no sabía muy bien cómo atarse los cordones de las zapatillas deportivas, y su tutor tuvo que ense?arle cómo se hacía. Pero esta operación le acarreó serias dificultades, así que tuvo que repetirla una y otra vez hasta que Silas consideró que era capaz de realizarla sin dificultades. Entonces fue cuando Nad se atrevió a formular la pregunta:

 

—Silas, ?qué es el Macabré?

 

—?Dónde has oído esa palabra? —inquirió Silas con expresión de extra?eza.

 

—En el cementerio; todo el mundo habla de eso. Creo que es algo que sucederá ma?ana por la noche. ?Qué es el Macabré?

 

—Es un baile respondió Silas. Todos juntos bailaremos el Macabré —dijo Nad recordando uno de los versos—. ?Tú lo has bailado alguna vez? ?Cómo se baila?

 

Su tutor lo miró con aquellos ojos de negro azabache, y le dijo:

 

—No sé cómo se baila. Verás, Nad, yo sé muchas cosas, porque llevo mucho tiempo y una infinidad de noches vagando por este mundo, pero no tengo ni idea de cómo se baila el Macabré. Hay que estar vivo o muerto para bailarlo… y yo no estoy ni vivo ni muerto.

 

Nad se estremeció. Quería abrazar a Silas, decirle que jamás lo abandonaría, pero eso era algo inconcebible; pretenderlo era como intentar ce?ir un rayo de luna, y no porque su tutor fuera incorpóreo, sino porque no estaría bien. Había personas a las que uno podía abrazar, pero a él…

 

Con aire pensativo, Silas evaluó detenidamente el aspecto de Nad con sus ropas nuevas.

 

—No está mal —dijo—. Casi parece que hayas vivido toda la vida fuera del cementerio.

 

Nad sonrió con orgullo, aunque enseguida volvió a adoptar una expresión seria.

 

—Pero tú te quedarás aquí para siempre, ?verdad? —le preguntó a Silas—. Y yo no tendré que marcharme si no quiero, ?no?

 

—Cada cosa a su tiempo —respondió Silas, y ya no dijo nada más en toda la noche.

 

Al día siguiente Nad se despertó temprano, cuando el sol no era más que una moneda de plata en lo alto del invernal cielo gris.

 

Resultaba demasiado fácil pasarse durmiendo las escasas horas de luz solar, convertir su invierno en una larga noche y no ver nunca la luz del sol, así que todas las noches, cuando se iba a dormir, se prometía solemnemente levantarse por la ma?ana y salir de la confortable tumba de los Owens.

 

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