El libro del cementerio

—No debes dejársela aquí —dijo Liza—. Iban a usarla para hacerte da?o.

 

—No la quiero —repitió Nad—. Es mala. Quémala.

 

—?No! No la quemes; ni se te ocurra.

 

—Pues se la daré a Silas —decidió Nad. Y para no estar en contacto directo con ella, la metió en un sobre y se lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

 

A más de trescientos kilómetros de allí, el hombre Jack se despertó y olfateó el aire. Enseguida bajó la escalera.

 

—?Qué pasa? —le preguntó su abuela, que estaba removiendo el contenido de una gigantesca olla puesta al fuego—. ?Qué te pasa?

 

—No lo sé. Pero está sucediendo algo. Algo…

 

—Interesante —respondió, y se relamió—. Huele rico, muy rico.

 

Un relámpago iluminó la empedrada calle.

 

Nad corría bajo la lluvia por el casco viejo de la ciudad, sin perder de vista en ningún momento la colina en la que estaba situado el cementerio. Había pasado el día encerrado en el almacén y se le había hecho de noche, así que no se sorprendió al ver aquella sombra familiar revoloteando a la luz de las farolas. Vaciló un momento, pero entonces vio cómo el revoloteo de negro terciopelo adquiría la forma de una figura humana. Silas se plantó delante de él, con los brazos cruzados, y se le acercó con aire impaciente.

 

—?Y bien?

 

—Lo siento mucho, Silas —se excusó el ni?o.

 

—Estoy muy decepcionado, Nad. Llevo buscándote desde que me he levantado, y me da en la nariz que te has metido en algún lío. Sabes de sobra que tienes terminantemente prohibido acceder al mundo de los vivos.

 

—Lo sé, lo sé. Lo siento mucho. —Gotas de lluvia le rodaban por el rostro, como si fueran lágrimas.

 

—Antes de nada, te voy a llevar a casa.

 

Silas se inclinó y envolvió al ni?o con la capa, y Nad sintió que sus pies perdían contacto con el suelo.

 

—Silas…

 

Pero Silas no respondió.

 

—Me asusté un poco, ?sabes?, pero estaba seguro de que si la cosa se ponía fea de verdad, tú vendrías a rescatarme. Y Liza estaba allí conmigo; me ayudó mucho.

 

—?Liza? —preguntó con sequedad.

 

—Sí, la bruja. La que está enterrada en la fosa común.

 

—?Y dices que te ayudó?

 

—Sí. Sobre todo con la Desaparición. Creo que ahora ya sé cómo hacerlo.

 

—Ya me lo contarás todo cuando lleguemos a casa —gru?ó. Nad no volvió a abrir la boca hasta que aterrizaron en el cementerio, al lado de la iglesia. En ese momento la lluvia arreció y se metieron dentro.

 

El ni?o sacó el sobre que contenía la tarjeta de borde negro, y le dijo a su tutor:

 

—Ejem. Creí que sería mejor que tú decidieras qué hacer con esto. Bueno, en realidad fue idea de Liza.

 

Silas miró el sobre y, a continuación, sacó la tarjeta.

 

La examinó un momento, le dio la vuelta y leyó las instrucciones que Abanazer escribió a lápiz en el dorso, con su diminuta letra; explicaban cómo había que usar la tarjeta.

 

—Cuéntamelo todo —le pidió al ni?o.

 

Nad le contó cuanto había pasado ese día tratando de no olvidar ningún detalle. Cuando terminó, Silas asintió lentamente con aire pensativo.

 

—?Me vas a castigar?

 

—Nadie Owens, desde luego que serás castigado. No obstante, dejaré que sean tus padres adoptivos quienes decidan qué castigo mereces. Mientras tanto, yo me ocuparé de esto.

 

La tarjeta desapareció entre los pliegues de su capa, y Silas se esfumó.

 

Nad se cubrió la cabeza con la chaqueta y subió por el embarrado sendero hasta el mausoleo de Frobisher.

 

Apartó el ataúd de Ephraim Pettyfer y, de inmediato, bajó la escalera de piedra hasta llegar a la gruta situada en pleno corazón de la colina.

 

Dejó caer el broche al lado del cáliz y del pu?al.

 

—Aquí lo tienes —dijo—. Y bien reluciente. Así es mucho más bonito.

 

—Ha regresado —susurró el Sanguinario, satisfecho—. Siempre regresa.

 

Había sido una noche larga, pero estaba a punto de amanecer.

 

So?oliento y con cierta cautela, Nad pasó junto a la tumba de aquella mujer de nombre maravilloso, la se?orita Liberty Roach[6] (?Lo que gastó se perdió sin más, lo que regaló permanecerá siempre con ella. Sed caritativos.?), y junto a la tumba donde descansaban Harrison Westwood, panadero de este concejo, y sus esposas, Marion y Joan, de camino hacia la fosa común. Como los se?ores Owens murieron varios siglos antes de que los pedagogos decidieran que no estaba bien pegar a los ni?os, aquella noche el se?or Owens había cumplido con lo que él consideraba su obligación, por muy penosa que le resultara, de modo que Nad tenía el trasero en carne viva. Sin embargo, observar la cara de preocupación de la se?ora Owens le había dolido mil veces más que los azotes.

 

Llegó hasta la verja y se deslizó por entre los barrotes para ir hasta la fosa común.

 

—?Hola! —gritó.

 

No hubo respuesta. Y tampoco vio ninguna sombra bajo el espino.

 

—Espero que no te hayan castigado por mi culpa —dijo.

 

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