El libro del cementerio

—He encontrado un auténtico chollo, Tom —le dijo a la persona que estaba al otro lado del hilo telefónico—. Pásate por aquí lo antes posible.

 

Nad comprendió que le habían tendido una trampa en cuanto oyó que el viejo echaba la llave. Empujó la puerta, pero no se abrió. Se dijo que había sido un estúpido al permitir que Bolger lo llevara hasta el almacén; por el contrario, tendría que haber hecho caso de su primer impulso y no haberse fiado de aquel hombre. Estaba claro que había infringido las normas del cementerio, y ahora estaba metido en un buen lío. ?Qué diría Silas? ?Qué dirían los Owens? Sentía cómo el pánico se iba apoderando de él, pero se esforzó en reprimirlo. Todo iba a salir bien. Pero para que fuera cierto tenía que encontrar el modo de salir de allí…

 

Se puso a inspeccionar la habitación en la que lo habían encerrado. No era más que un peque?o almacén con un escritorio. Y la puerta era la única vía de escape.

 

Abrió el cajón del escritorio, pero dentro sólo encontró unos cuantos frascos de pintura (de la que se usa para restaurar antigüedades) y una brocha. Pensó que si arrojaba pintura a los ojos de aquel individuo, quizá podría dejarlo ciego el tiempo suficiente para huir de allí. Abrió uno de los frascos e introdujo un dedo.

 

—?Qué estás haciendo? —le susurró una voz al oído.

 

—Nada —respondió Nad, mientras volvía a cerrar el frasco y se lo guardaba en uno de los gigantescos bolsillos de la chaqueta.

 

Liza Hempstock lo miró impasible y le preguntó:

 

—?Qué haces aquí? ?Y quién es ese carcamal de ahí fuera?

 

—Es el due?o de la tienda. Estaba intentando venderle una cosa.

 

—?Por qué?

 

—Eso a ti no te importa.

 

—Deberías volver al cementerio —murmuró observándolo con desdén.

 

—No puedo. Me ha encerrado.

 

—Claro que puedes. No tienes más que atravesar la pared…

 

—?Qué va! En casa puedo atravesar las paredes porque cuando era un bebé me concedieron la Ciudadanía Honorífica del Cementerio, pero fuera de allí no tengo ese poder. La observó a la luz de la bombilla. Casi no podía verla, pero llevaba toda su vida hablando con muertos. Y a todo esto, ?por qué estás aquí? ?Qué haces fuera del cementerio? Es de día. Y tú no eres como Silas; se supone que no puedes salir del recinto.

 

—Esas reglas sólo valen para los que están enterrados en el cementerio, en tierra consagrada. Pero a mí nadie me dice lo que tengo que hacer ni necesito el permiso de nadie para ir a donde me dé la gana. —Elizabeth miró hacia la puerta con el entrecejo fruncido—. No me gusta nada ese tipo. Voy a ver qué está haciendo.

 

En un abrir y cerrar de ojos, la ni?a desapareció. Nad oyó el estallido de un trueno a lo lejos.

 

En la oscuridad de su abigarrada tienda, Abanazer Bolger alzó la vista con recelo, convencido de que alguien lo observaba, pero enseguida se dio cuenta de que era una idea absurda. ?El ni?o está encerrado en el almacén. Y he echado el cerrojo a la puerta?, se dijo. Estaba frotando con una gamuza la pieza metálica sobre la que iba montada la piedra de serpiente, y lo hacía con tanto mimo y delicadeza como un arqueólogo limpia una pieza recién extraída de la tierra. Había logrado quitarle la mugre, y la plata relucía ahora como si fuera nueva.

 

Empezaba a arrepentirse de haberle dicho a Tom Hustings que se pasara por la tienda, aunque Hustings era una mole y sabía cómo intimidar a la gente. También lamentaba tener que vender el broche cuando hubiera llegado a un acuerdo, porque era un objeto muy especial, y cuanto más brillo le sacaba, más ganas tenía de quedárselo.

 

Pero seguro que había más en el lugar del que salió. El ni?o le diría dónde lo encontró, y lo llevaría hasta ese lugar.

 

El ni?o…

 

De pronto tuvo una idea. Reticente, puesto que no deseaba separarse del broche, lo dejó sobre el mostrador y abrió el cajón para sacar una lata de galletas que contenía sobres, papel de cartas y algunas tarjetas.

 

Rebuscó entre los papeles y sacó una cartulina algo más grande que una tarjeta de visita, de bordes negros, en la que había una única palabra escrita a mano: Jack; debía de llevar allí muchos a?os, pues la tinta había adquirido un tono sepia.

 

Al dorso, a lápiz, Abanazer había anotado con letra diminuta y precisa una serie de instrucciones, aunque recordaba perfectamente cómo debía usar aquella tarjeta para citar al hombre Jack. No, ?citar? no era la palabra más adecuada, sino ?invitar?, pues no era el tipo de persona al que uno pudiera citar sin más.

 

En ese momento alguien llamó a la puerta de la tienda.

 

Bolger dejó la tarjeta sobre el mostrador y fue a ver quién era.

 

—Date prisa —urgió Tom Hustings—. Hace un frío que pela y me estoy empapando.

 

Bolger quitó el cerrojo y Hustings, impaciente, empujó la puerta; tanto la gabardina como el cabello le chorreaban.

 

A ver, ?qué es eso tan importante que no me puedes contar por teléfono?

 

—Algo que nos hará ricos. Ni más ni menos.

 

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