El libro del cementerio

En cambio, al fondo del cementerio, había un peque?o cobertizo, una caseta verde que olía a aceite de motor donde se guardaban el viejo cortacésped oxidado por la falta de uso y algunas herramientas de jardín. Dejó de utilizarse cuando se jubiló el último jardinero, y en aquel tiempo Nad no había nacido siquiera. Desde entonces el ayuntamiento se ocupaba de cuidar el camposanto entre los meses de abril y septiembre (enviaban a alguien una vez al mes para que cortara el césped), y el resto del a?o la tarea quedaba en manos de los Amigos del Cementerio.

 

La puerta del cobertizo tenía un candado enorme, pero Nad sabía que había una tabla suelta en la parte de atrás. A veces, cuando le apetecía estar un rato a solas, se colaba allí dentro y se sentaba a pensar en sus cosas. Por eso sabía que alguien se había dejado una chaqueta marrón y unos vaqueros viejos con manchas de verdín colgados detrás de la puerta. Los pantalones le venían demasiado grandes, pero se los recogió hasta los tobillos y se los ató con una cuerda para que no se le cayeran; también vio unas botas en un rincón y se las probó a ver si le valían, pero eran enormes y estaban llenas de barro, así que apenas consiguió levantarlas del suelo. A continuación cogió la chaqueta marrón, salió del cobertizo y se la puso; también le venía grande, pero se la arremangó para dejar las manos libres y en paz. Metió las manos en los amplios bolsillos de la chaqueta y pensó que con aquella ropa iba hecho un figurín. Se dirigió a la puerta principal del cementerio y echó un vistazo a través de los barrotes. Un autobús traqueteó por la carretera; ahí fuera había coches, ruido y tiendas; a sus espaldas, un lugar tranquilo, lleno de árboles y de hiedra: su hogar.

 

Con el corazón a punto de saltarle del pecho, Nad salió al mundo.

 

Abanazer Bolger había visto mucha gente rara a lo largo de su vida; cualquiera que regentara una tienda como la suya, los habría visto también. Su establecimiento que funcionaba como tienda de antigüedades, bazar y casa de empe?os (ni el propio Abanazer tenía muy claro cuál era el espacio dedicado a cada cosa), estaba situado en el laberinto de calles que componían el casco antiguo, y atraía a todo tipo de gente extra?a; había quienes iban a comprar y otros, a vender. El hombre atendía a sus clientes en el mostrador, tanto si se trataba de una compra como de una venta, pero sus mejores negocios los hacía en la trastienda, donde aceptaba objetos que quizá habían sido adquiridos por medios no del todo honrados, y después los cambiaba por otros. Su negocio era un iceberg: el peque?o establecimiento lleno de polvo no era más que lo que se veía desde la superficie; el resto estaba sumergido, pues eso era exactamente lo que deseaba Abanazer Bolger.

 

Este individuo usaba unas gafas de cristales muy gruesos y, permanentemente, evidenciaba un sutil gesto de asco en el rostro, como si acabara de descubrir que la leche que había a?adido a su té estaba cortada y no lograra quitarse el mal sabor de la boca; dicho semblante le resultaba muy útil cuando alguien intentaba venderle algo. ?Sinceramente, esto no vale un céntimo. No obstante, como veo que para usted tiene cierto valor sentimental, le daré lo que pueda?, decía con acritud. Tenías suerte si lograbas obtener de él una cantidad que se acercara remotamente a la que tú querías cobrar.

 

Ha quedado claro que un negocio como el de Abanazer Bolger atraía a todo tipo de gente rara, pero el ni?o que entró en la tienda aquella ma?ana era uno de los personajes más extra?os que el comerciante recordaba haber visto en su vida, dedicada a desplumar a cualquier bicho raro que pasara por su establecimiento. El ni?o en cuestión aparentaba unos siete a?os y vestía la ropa de su abuelo; olía a cobertizo; iba descalzo; llevaba el cabello largo y enmara?ado y mostraba una expresión muy seria. Ocultaba las manos en los bolsillos de una polvorienta chaqueta marrón, pero aunque no se las veía, Abanazer sabía que mantenía algún objeto fuertemente sujeto con la mano derecha.

 

—Perdone —musitó el ni?o.

 

—Dime, rapaz —replicó Abanazer sin bajar la guardia.

 

?Ni?os pensó. Todos vienen a vender algo que han birlado o algún juguete.? En cualquiera de los dos casos, normalmente les decía que no. Porque si le comprabas un objeto robado a un ni?o, al día siguiente se te presentaba en la tienda un adulto hecho un basilisco acusándote de haberle comprado al peque?o Johnnie o a la peque?a Mathilda su alianza de boda por diez cochinos dólares. Los ni?os siempre acarreaban problemas; no merecía la pena.

 

—Necesito comprarle algo a una amiga —dijo Nad—, y he pensado que podría venderle a usted una cosa para conseguir el dinero.

 

—No hago negocios con ni?os peque?os —respondió Abanazer sin andarse por las ramas.

 

Nad sacó la mano del bolsillo y dejó el broche sobre el cochambroso mostrador. De momento Bolger lo miró con desconfianza, pero el objeto captó de inmediato su atención. Se quitó las gafas, cogió un monóculo que había sobre el mostrador, como el que usan los joyeros para estudiar la talla de una piedra preciosa, y se lo encajó en el ojo. Acto seguido, encendió una lamparilla y examinó el broche a través del instrumento. ??Piedra de serpiente??[4], dijo para sus adentros. Luego se quitó el monóculo se volvió a poner las gafas y, mirando al ni?o con aire suspicaz, preguntó:

 

—?De dónde has sacado esto?

 

—?Quiere usted comprármelo?

 

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