El libro del cementerio

Alzó la vista y creyó ver algo en una de las ramas más altas. Volvió a mirar un par de veces más para asegurarse: era una manzana roja y madura.

 

Nad presumía de saber trepar por los árboles como nadie, de modo que se levantó y trepó de rama en rama, imaginando que era Silas cuando escalaba por la pared de la torre con la agilidad y la elegancia de un gato. La manzana, tan roja que a la luz de la luna casi parecía negra, estaba en un sitio difícil de alcanzar. Nad avanzó lentamente por la rama hasta colocarse justo debajo de ella. Entonces se estiró y tocó la perfecta manzana con las puntas de los dedos. Pero se iba a quedar sin poder hincarle el diente.

 

Un chasquido, tan sonoro como el disparo de una escopeta, y la rama se tronchó bajo sus pies.

 

Acosado por un dolor punzante, como si le estuvieran pinchando con agujas de hielo o como si un trueno le recorriera con lentitud todo el cuerpo, se despertó sentado sobre un lecho de hierba.

 

El terreno era bastante blando y extra?amente cálido.

 

Al hacer presión con la palma de la mano, le dio la sensación de que lo que tenía debajo era el tibio pelaje de algún animal. Pero resultó que había aterrizado sobre el lugar donde vaciaba su cortacésped el jardinero que cuidaba el cementerio, de manera que un mullido montón de hierba había amortiguado su caída. Pese a ello, le dolía el pecho y debía de haberse torcido una pierna al caer, porque también le dolía.

 

Nad soltó un gemido.

 

—Chissst, tranquilo peque?o, chissst —murmuró una voz a su espalda—. ?De dónde has salido? Te parece bonito aterrizar aquí como una bomba.

 

—Estaba ahí arriba, en el manzano —explicó Nad.

 

—?Vaya! Deja que le eche un vistazo a esa pierna. Seguro que está tan rota como la rama del árbol.

 

Nad notó cómo unos dedos fríos le presionaban la pierna izquierda.

 

—Pues no, no está rota. Pero sí dislocada; puede que incluso te hayas hecho un esguince. Ni que fueras el mismo diablo; menuda suerte has tenido al caer sobre el montón de césped. Tranquilo, que no es el fin del mundo.

 

—?Oh, estupendo! De cualquier modo, duele mucho.

 

Y giró la cabeza para ver quién era la persona que estaba a sus espaldas.

 

Resultó ser una ni?a algo mayor que él, y su actitud no era ni amigable ni hostil. Más bien parecía cautelosa.

 

Su rostro tenía una expresión inteligente, pero no era bonita en absoluto.

 

—Me llamo Nad —se presentó.

 

—?El ni?o vivo?

 

Nad asintió.

 

—Me lo imaginaba —dijo la ni?a—. Ya hemos oído hablar de ti, incluso aquí, en la fosa común. ?Cómo dices que te llamas?

 

—Owens —respondió—. Nadie Owens. Pero todo el mundo me llama Nad, para abreviar.

 

—Encantada de conocerlo, se?orito Nad.

 

—El la miró de arriba abajo: no llevaba más que una especie de camisón blanco, sin bordados ni puntillas; el cabello era largo y de un casta?o no muy oscuro, y la cara recordaba un poco a la de un duende, debido a su insinuante y permanente sonrisilla, independientemente de la expresión que adoptase el resto del rostro.

 

—?Te suicidaste? —preguntó Nad—. ?O robaste un chelín?

 

—Yo nunca he robado nada, ni siquiera un pa?uelo. Y para tu información —a?adió con impertinencia—, los suicidas están allí, al otro lado del espino, y los dos ajusticiados, junto a las zarzas. Uno era un falsificador y el otro, un salteador de caminos, o eso dice él, pero para mí que no era más que un vulgar ratero.

 

—?Ah, bueno! —Pero entonces cierto recelo se apoderó de él y, sin poder contenerse, comentó—. Dicen que hay una bruja enterrada aquí.

 

—Sí, claro. Ahogada, quemada y enterrada aquí mismo —afirmó la ni?a asintiendo con la cabeza—. Y sin una triste lápida que indique dónde enterraron mi cuerpo.

 

—?Te ahogaron y además te quemaron?

 

Ella se sentó al lado de Nad, sobre el lecho de hierba cortada, y le cogió la pierna herida entre sus gélidas manos.

 

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