El libro del cementerio

El aludido chasqueó la lengua. La semana anterior, las lecciones del se?or Pennyworth habían girado en torno a los elementos y los humores, pero Nad seguía confundiendo los unos con los otros. Creía que aquella noche tocaba examen pero, en lugar de eso, su maestro le anunció:

 

—Creo que ha llegado el momento de dejar las clases teóricas a un lado por unos días y centrarnos en cuestiones más prácticas. A fin de cuentas el tiempo vuela.

 

—?En serio?

 

—Eso me temo, jovencito. Veamos, ?qué tal vas con la Desaparición?

 

Hasta ese momento, Nad albergaba la secreta esperanza de no tener que responder a aquella pregunta.

 

—Bien, bien —dijo—. Bueno. Ya sabe…

 

—No, se?or Owens. No lo sé. ?Qué tal si me haces una demostración?

 

A Nad se le cayó el alma a los pies. No obstante, cogió aire y se esmeró cuanto pudo: entornó los ojos y trató de desaparecer.

 

El se?or Pennyworth no parecía muy satisfecho.

 

—?Bah! Esperaba algo más, francamente. Esperaba mucho más. Deslizamiento y Desaparición, ésas son las facultades que definen a un muerto. Nos deslizamos por entre las sombras; desaparecemos para trascender los sentidos. Inténtalo de nuevo.

 

Nad lo intentó poniendo aún más ahínco.

 

—Sigues siendo tan perceptible como esa nariz que sobresale en medio de tu cara —dijo el se?or Pennyworth—. Y mira que es obvia tu nariz. Lo mismo que el resto de tu cara, jovencito. Lo mismo que tú. ?Por lo que más quieras y todos los santos, deja la mente en blanco! Ya. Eres un callejón desierto. Eres un umbral deshabitado. Eres nada. No hay ojo capaz de verte. No hay mente capaz de percibirte. En el espacio donde tú existes no hay nada ni nadie.

 

Nad volvió a probar una vez más. Cerró los ojos e imaginó que se desvanecía hasta integrarse en la mampostería del mausoleo, transformándose en una sombra más entre las sombras que conforman la noche. Y entonces estornudó.

 

—Lamentable —sentenció el se?or Pennyworth exhalando un suspiro—. Realmente lamentable. Creo que voy a tener que hablar de esto con tu tutor. —Meneaba la cabeza con desazón—. Pasemos a otro asunto: los humores. ?Cuáles son?

 

—A ver… Sangre, bilis, flema. Y el cuarto… La bilis negra, creo.

 

Y continuaron con las clases hasta que llegó la hora de pasar a la de lengua y literatura con la se?orita Letitia Borrows, solterona de este concejo, (?Quien en toda su vida nunca infligió sufrimiento a hombre alguno. ?Puede quien esto lee afirmar lo mismo??). A Nad le gustaba la se?orita Borrows, así como el hogare?o ambiente que reinaba en su peque?a cripta y, sobre todo, lo increíblemente fácil que resultaba distraerla.

 

—Dicen que hay una bruja enterrada en la zona no congr… consagrada —comentó Nad.

 

—Sí, tesoro. Pero no merece la pena que visites esa parte del cementerio.

 

—?Por qué no?

 

La se?orita Borrows le sonrió con esa ingenuidad con la que únicamente los muertos pueden sonreír, y respondió:

 

—No son como nosotros.

 

—Pero también forma parte del cementerio, ?no? Quiero decir, ?puedo ir a visitar esa zona si quiero?

 

—En realidad sería preferible que no lo hicieras.

 

Nad era un ni?o obediente, pero también curioso, así que al finalizar sus clases aquella noche, cruzó el límite fijado por el monumento —un ángel de cabeza rota— que coronaba la tumba de Harrison Westwood, panadero, y familia. Sin embargo, no bajó hasta la fosa común, sino que subió hasta el montículo donde una merienda campestre, celebrada unos treinta a?os antes, dejó su huella convertida en un inmenso manzano.

 

Nad había aprendido muy bien ciertas lecciones.

 

Hacía unos a?os se pegó un atracón de manzanas: unas estaban verdes, otras picadas y algunas tenían todavía las pepitas blancas. Después pasó varios días lamentándolo, pues sufrió unos horribles retortijones mientras la se?ora Owens lo sermoneaba sobre lo que debía comer y lo que no. Desde entonces, siempre esperaba a que las manzanas maduraran antes de comérselas, y nunca engullía más que dos o tres por noche. Y aunque la semana anterior ya había consumido la última manzana que quedaba en el árbol, le gustaba sentarse debajo de él para pensar.

 

Trepó, pues, hasta llegar al recodo que se formaba entre dos ramas su lugar favorito, y se quedó mirando el terreno donde se hallaba la fosa común, justo debajo de él; la luz de la luna se derramaba sobre las zarzas y malas hierbas que se habían adue?ado del lugar. Se preguntó si la bruja sería una mujer vieja, con clientes de acero y patas de gallina, o simplemente una mujer flaca, de nariz afilada, que volaba montada en una escoba.

 

Al cabo de un rato le entró hambre y lamentó haberse zampado ya todas las manzanas del árbol. Si hubiera dejado al menos una…

 

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