El libro del cementerio

—?Por qué? —le preguntó un día Nad.

 

—No es lugar seguro para quien posea un alma mortal —respondió la se?ora Owens—. En los confines del mundo hay mucha humedad. Aquello es casi una marisma, y no encontrarás otra cosa que la muerte.

 

El se?or Owens, por su parte, tenía mucha menos imaginación que su esposa y solía responderle de forma más evasiva.

 

—No es un sitio muy recomendable fue todo cuanto —le dijo.

 

El cementerio propiamente dicho terminaba justo al pie de la colina, bajo el viejo manzano, y estaba cercado por una herrumbrosa verja, cuyas rejas acababan en punta; pero más allá se extendía un erial plagado de malas hierbas, ortigas, zarzas y hojas secas, y Nad, que era en esencia un ni?o bueno y obediente, nunca intentó colarse allí por entre las rejas, aunque solía situarse detrás de éstas para contemplarlo. Sabía que en aquel lugar había una historia, cuyos detalles le habían ocultado siempre, y eso lo irritaba.

 

Nad subió hasta la iglesia abandonada, situada en el centro del cementerio, y esperó a que oscureciera. Cuando unas luces de color púrpura en el cielo anunciaban la caída de la noche, oyó un ruido en lo alto de la torre, algo como el rumor de una capa de grueso terciopelo, y vio que Silas había dado por concluido su descanso en el campanario y descendía hasta el suelo.

 

—?Qué hay allá al fondo —le preguntó Nad—, más allá de Harrison Westwood, panadero de este concejo, y sus esposas, Marión y Joan?

 

—?Por qué lo preguntas? —inquirió su tutor, mientras se sacudía con las marfile?as manos el polvo que se le había adherido a su traje negro.

 

Nad se encogió de hombros y replicó:

 

—Simple curiosidad.

 

—Ese suelo está sin consagrar. ?Sabes lo que significa eso?

 

—Creo que no.

 

Silas avanzaba por el sendero sin perturbar en modo alguno las hojas secas que encontraba a su paso y, finalmente, ambos se sentaron en el banco de piedra.

 

—Hay quien piensa —comenzó a explicarle, con esa suavidad suya tan característica—, que toda tierra es sagrada; que ya lo era antes de llegar nosotros y seguirá siéndolo cuando nos hayamos ido. Pero aquí, en esta tierra en la que vives ahora, es costumbre bendecir las iglesias y, en torno a ellas, el terreno destinado a enterrar a los muertos. Sin embargo, en la parte más alejada, dejan siempre una zona sin consagrar para enterrar a los criminales, a los suicidas y a cualquiera que no profese su misma fe.

 

—?Quieres decir que todos los que están enterrados en esa parte eran malos?

 

—?Oh, no, ni mucho menos! Veamos, hace tiempo que no me doy una vuelta por ahí, pero tampoco recuerdo que hubiera nadie especialmente malvado. Ten en cuenta que antiguamente colgaban a la gente por robar un simple chelín. Por otra parte, siempre ha habido personas que, creyendo que su vida se ha vuelto más difícil y dolorosa de lo que son capaces de soportar, llegan a la conclusión de que lo único que pueden hacer es adelantar su partida de este mundo.

 

—Quieres decir que se suicidan, ?no? —preguntó Nad.

 

Por aquel entonces el ni?o contaba unos ocho a?os, miraba con perspicacia y no tenía un pelo de tonto.

 

—Eso es.

 

—?Y da resultado? Quiero decir: después de muertos, ?son más felices?

 

Silas reaccionó ante la ingenuidad del ni?o con una sonrisa tan espontánea y tan amplia, que dejó asomar los colmillos por las comisuras de los labios.

 

—Algunas veces. Pero por lo general, no. Les sucede lo mismo a aquellos que creen que marchándose a otro lugar serán más felices; tarde o temprano acaban descubriendo que no es así como funcionan las cosas. Por muy lejos que te vayas, nunca conseguirás huir de ti mismo. No sé si entiendes lo que quiero decir.

 

—Más o menos.

 

Silas se inclinó y le revolvió el cabello con la mano.

 

—?Y qué me dices de la bruja? —preguntó el ni?o.

 

—?Ah, claro, eso es —replicó Silas—: suicidas, criminales y brujas! Todos los que murieron sin confesar sus pecados.

 

Silas se puso en pie de nuevo; semejaba una sombra de medianoche en mitad del crepúsculo.

 

—Con tanta charla casi me olvido de que todavía no he desayunado —comentó—. Y tú llegas tarde a tus clases.

 

Entre las crecientes sombras del cementerio, tuvo lugar una implosión silenciosa, un susurro de oscuridad envuelta en terciopelo; Silas se había esfumado.

 

La luna empezaba a ascender en el cielo cuando Nad llegó al mausoleo del se?or Pennyworth. Thomas Pennyworth (?Aquí yace en la certeza de la más gloriosa resurrección.?) lo estaba esperando ya, y no parecía de muy buen humor.

 

—Llegas tarde —lo reprendió.

 

—Lo siento, se?or Pennyworth.

 

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