El libro del cementerio

—ésta es la frontera —dijo la fiera, que era en realidad la se?orita Lupescu.

 

Nad contempló el cielo: las tres lunas habían desaparecido. Pero ahí estaba la Vía Láctea, más nítida y resplandeciente que nunca. Todo el firmamento estaba plagado de estrellas.

 

—?Qué bonitas! —exclamó Nad.

 

—Cuando lleguemos a casa —dijo la se?orita Lupescu—, te ense?aré los nombres de las estrellas y de sus constelaciones.

 

—Me encantaría aprenderlos —admitió Nad.

 

El ni?o trepó de nuevo al inmenso lomo gris de su profesora, enterró la cara en el pelo, y se agarró con fuerza, y en tan sólo unos segundos o eso le pareció se plantaron en el cementerio, caminando entre las tumbas en dirección a la que habitaban los Owens.

 

—Se ha torcido el tobillo —dijo la se?orita Lupescu.

 

—ángel mío, pobrecito —replicó la se?ora Owens al tiempo que cogía en brazos a Nad y lo mecía entre sus fuertes, aunque incorpóreos, brazos—. No diré que no me has tenido preocupada, porque sería mentira. Pero ahora ya estás aquí, y eso es lo único que importa.

 

Al cabo de unos minutos Nad se encontraba perfectamente cómodo y seguro bajo tierra, en su casa, con la cabeza apoyada en su almohada. Estaba rendido y, nada más cerrar los ojos, quedó sumido en un profundo y dulce sue?o.

 

El tobillo izquierdo de Nad se había hinchado mucho y estaba amoratado. El doctor Trefusis (1870-1936. ?Dios lo tenga en su gloria.?) lo examinó y dictaminó que no era más que un esguince. La se?orita Lupescu se acercó a la farmacia y le trajo una tobillera elástica, y Josiah Worthington, baronet, a quien enterraron con su elegante bastón de ébano, insistió en prestárselo a Nad, que se lo pasó como un enano caminando con el bastón y fingiendo que era un anciano centenario.

 

Nad subió la colina renqueando y, de debajo de una piedra, sacó un papel doblado que rezaba: ?LOS SABUESOS DE DlOS? —Estaba impreso en tinta de color morado y era el primer elemento de una lista—. Las criaturas a las que los mortales llaman hombres lobo o licántropos se autodenominan sabuesos de Dios, pues sostienen que su transformación es un don del Creador, y ellos le corresponden con su tenacidad, ya que son capaces de perseguir a un ser malvado hasta las mismísimas puertas del infierno.

 

Nad asintió y pensó: ?Y no sólo a un ser malvado?.

 

Leyó la lista hasta el final, esforzándose en memorizarlo todo, y después bajó hasta la vieja capilla, donde la se?orita Lupescu lo esperaba con una empanada de carne y una gigantesca bolsa de patatas fritas que había comprado en una tienda que había al pie de la colina.

 

También llevaba un montón de listas nuevas impresas, como de costumbre, en tinta de color morado.

 

Compartieron la bolsa de patatas y, en una o dos ocasiones, ella incluso sonrió.

 

Silas regresó hacia finales de mes. Sujetaba su maletín negro con la mano izquierda, y el brazo derecho lo tenía completamente rígido. Pero era Silas, y Nad se alegraba de volver a verlo, y se alegró mucho más al descubrir que le había traído un regalo: una reproducción en miniatura del Golden Gate de San Francisco.

 

Cuando llegó casi la medianoche, aunque la oscuridad no era completa todavía, los tres se sentaron en lo alto de la colina, con las luces de la ciudad a sus pies.

 

—Espero que haya ido todo bien mientras he estado ausente —dijo Silas.

 

—?He aprendido un montón de cosas! —exclamó Nad, sin soltar su regalo, y se?aló el firmamento—. Eso de ahí es Orion, el Cazador, y su cinturón de tres estrellas. Y esa otra es Tauro, el Toro.

 

—Muy bien, muy bien —aprobó Silas.

 

—?Y tú? —preguntó Nad—. ?Has aprendido algo nuevo mientras has estado fuera?

 

—?Oh, claro que sí! —replicó su tutor sin entrar en detalles.

 

—Pues yo, también —intervino la se?orita Lupescu—.Yo también he aprendido algunas cosas que no sabía.

 

—Magnífico —repuso Silas. Y acto seguido se oyó el ulular de un buho que estaba posado en la rama de un roble—. El caso es que me han llegado algunos rumores de que hace unas semanas los dos estuvisteis en cierto lugar al que yo no habría podido seguiros. En otras circunstancias, os aconsejaría que anduvierais con cuidado, pero, a diferencia de otras criaturas, los ghouls olvidan enseguida.

 

—No ha pasado nada. La se?orita Lupescu cuidó de mí todo el tiempo, y no corrí peligro en ningún momento —lo tranquilizó Nad.

 

La se?orita Lupescu lo miró y se le iluminó la cara; luego desvió la vista hacia Silas y le dijo:

 

—Hay tantas cosas que podría ense?arle aún. Es posible que vuelva el verano que viene a darle algunas clases.

 

Observando a la se?orita Lupescu, Silas alzó una ceja y, a continuación, observó a Nad.

 

—Me encantaría —dijo el ni?o.

 

 

 

 

 

Capítulo4

 

 

La lápida de la bruja

 

Era de dominio público que había una bruja enterrada en el límite sur del cementerio. La se?ora Owens siempre le advertía a Nad que no debía acercarse por allí bajo ningún concepto.

 

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