Al fin, el inerte sol se ocultó, y en el cielo se elevaron dos lunas: una muy grande y blanca, llena de agujeros, que al principio ocupaba la mitad del horizonte pero iba disminuyendo de tama?o a medida que ascendía, y otra más peque?a, del mismo color verdiazulado que los mohos del queso, cuya salida fue muy celebrada por los ghouls. Al cabo de un rato éstos se detuvieron y acamparon a un lado del camino.
Uno de los últimos en a?adirse al grupo (a Nad le pareció que se trataba del que le habían presentado como ?Víctor Hugo, el famoso escritor?) se puso a vaciar un saco que contenía le?a (en algunos de los maderos se apreciaban aún bisagras o pomos) y un encendedor metálico, y en un momento prendió una buena hoguera alrededor de la cual se sentaron a descansar. Los ghouls contemplaron la luna verdiazulada y, a continuación, se enzarzaron en una pelea, insultándose unos a otros e incluso mordiéndose o clavándose las u?as, para ver quién se quedaba con los mejores sitios junto al fuego.
—Nos acostaremos temprano y, al caer la luna, saldremos hacia Gholheim —dijo el duque de Westminster. Ya sólo nos quedan por delante unas nueve o diez horas; deberíamos estar allí cuando vuelva a salir la luna. Y entonces haremos una fiesta, ?eh? ?Te transformarás en uno de los nuestros y lo celebraremos! No sentirás ningún dolor —lo tranquilizó el honorable Archibald Fitzhugh—. No es para tanto, ya lo verás; y piensa en lo feliz que serás después.
Entonces todos se pusieron a contarle historias sobre lo maravilloso que es ser un ghoul, y las cosas que habían llegado a masticar con sus potentes dientes. Además, eran inmunes a cualquier clase de enfermedad, le informó una de aquellas criaturas. ?Qué caramba, a ellos les daba igual de qué hubiera muerto su cena; la engullían y listo! También le hablaron de los sitios en los que habían estado, en su mayoría catacumbas y fosas comunes de la peste negra. (?Los restos de esas fosas son un manjar exquisito?, afirmó el emperador de China, y todos los demás le dieron la razón.) Asimismo le contaron cómo habían cambiado sus nombres y cómo él, una vez convertido en un anónimo ghoul, también tendría que adoptar un nuevo nombre, igual que hicieron ellos después de haber tomado el plato fuerte de su primer ágape siendo ghouls.
—Pero yo no quiero convertirme en uno de vosotros —se quejó Nad.
De un modo u otro —replicó el obispo de Bath y Wells, muy alegre—, lo harás. El otro modo es más sucio, pues implica tener que ser digerido, y la verdad es que apenas vives el tiempo suficiente para disfrutarlo.
—Bueno, no hablemos ahora de cosas desagradables —terció el emperador de China—. Ser un ghoul es lo mejor. ?No tememos a nada ni a nadie!
Y todos ellos, sentados alrededor de la hoguera hecha con restos de ataúdes, acogieron esta declaración con aullidos de entusiasmo y se pusieron a cantar y a alardear de lo sabios y poderosos que eran, y de lo fantástico que era no temer a nada ni a nadie.
De pronto se oyó un ruido a lo lejos, un aullido que parecía provenir del desierto, y los ghouls se acercaron aún más al fuego, murmurando inquietos.
—?Qué ha sido eso? —preguntó Nad.
Todos menearon negativamente la cabeza y uno de ellos le respondió:
—Nada, algo que anda merodeando por el desierto.
—Pero ?silencio! ?Nos va a oír!
Y los ghouls guardaron silencio unos minutos, hasta que se olvidaron de que había alguien en el desierto, y entonces se pusieron a cantar canciones llenas de malas palabras y peores sentimientos. La más popular de éstas no hacía sino enumerar las partes más suculentas de un cadáver putrefacto, y explicar en qué orden debían ser comidas.
—Quiero volver a casa —exigió Nad, una vez que acabaron la canción—. No quiero quedarme aquí.
—Deja de resistirte, peque?o —dijo el duque de Westminster—. Te prometo que cuando te conviertas en uno de nosotros no volverás a acordarte de tu casa.
—Yo no recuerdo absolutamente nada de mi vida anterior —aseguró Víctor Hugo, el famoso escritor.
—Ni yo —confirmó el emperador de China con orgullo.
—Nada de nada —dijo el trigésimo tercer presidente de Estados Unidos.
—Serás miembro de una élite formada por las criaturas más inteligentes, más fuertes y más valientes de todos los tiempos —a?adió con jactancia el obispo de Bath y Wells.
A Nad no le impresionaban demasiado el coraje ni la inteligencia de los ghouls. Pero eran fuertes, eso sí, y se movían con una rapidez sobrehumana, y él estaba justo en el centro del grupo. Huir era, simplemente, imposible lo atraparían de inmediato.
A todo esto, allá a lo lejos, se oyó otro aullido, y los ghouls volvieron a api?arse alrededor del fuego. Nad los oía maldecir por lo bajo. Cerró los ojos, echaba de menos su casa y estaba muy abatido; no quería convertirse en un ghoul. Estaba convencido de que en esas condiciones no iba a poder pegar ojo en toda la noche, pero al fin logró dormir dos o tres horas.
Un ruido airado, atronador y cercano lo despertó. Era la voz de alguien que preguntaba: